Alberto Escobar

Te voy moldeando

 

Cuando tus epígonos
te atribuyen originalidades
que no has tenido. 

—es el beneficio del prestigio. 

Cuenta más en tu imagen post mortem
lo que diste que pensar que lo que pensaste. 

 

 


Me afano. 
Moldeo con dedicación extrema cada figura, 
aquí, en mi estudio de la calle Laraña esquina
Cuna, aquí, insisto, con las manos descascarilladas
ante la sequedad de un barro que me va quemando,
cosido a mi piel, una piel ya hecha, ducha, entregada
a los rigores de esta arcilla, especial, caolinizada, gris, 
que utilizo con motivo de dar a la pieza una prestancia
que no logro con la estándar—y un acabado reluciente—.
Me paso el día, o gran parte de él, confinado en las cuatro
benditas paredes blancas de esta estancia, grisácea, alegre, 
a tope de polvo cual volcán recién inaugurado, apenas 
visitada por la caricia de un paño que la dispense del peso
atmósférico que este, ya denso, descansa sobre estanterías,
mesas y demás mobiliario disperso por los escasos cuarenta
metros cuadrados que comprende este espacio, mi espacio. 
A veces, para descansar la vista —o la mente, según se mire—, 
me asomo a una pequeña ventana de luz radiante a la derecha 
del caballete y me pierdo en el bullicio que sube desde la acera, 
y adivino, o mejor, imagino, sus vidas, sus luces y sus sombras,
y decido que no hay diferencia con la mía, solo el matiz distinto
que una mente distinta concede a los sucesos que la conforman,
y que confirman, certifican, que solo nos diferencia del prójimo
un pequeño ápice, casi imperceptible. 
Me suelo quedar, salvo que la carga de trabajo no lo aconseje, 
hasta sorprender algún comportamiento que sirva de pábulo 
a la labor que en cada momento venga haciendo, que la nutra 
lo suficiente como para dotarla de sentido, de vida, y asimismo
llenarme de la energía que precisa su plasmación en barro. 
Entrecierro la ventana, espero a que la inspiración vuelva,
se me equipare, y mueva las muñecas a fin de hacerlas llegar 
a buen puerto, y de repente se me cruza un poema, de Garcilaso, 
al que le confiero un toque personal, y lo transformo, lo estropeo, 
lo hago tierra cuando era cielo en la pluma de quien procede:

 

Te caíste,
rendida, postrada, 
inane, inerme, seducida,
y yo, inmisericorde, te acogí
en el cuenco delirante de mis brazos, 
te acuné como niña deshauciada y sola
que eras, desamparada, sedienta, falta
de un amor nunca pronunciado 
en tus alrededores, que no calienta tus enaguas, 
carente, de una carencia insultante, que aliente,
que caliente el frío ya instalado en la carne
desde tus albores, desde tu nacimiento. 
Tú, sí, de mis manos, de la garra insuficiente 
de unos dedos que se van helando en tu ausencia, 
de esperar lo inesperable, que no dan abasto 
a la vastedad desbordante de tu cuerpo, 
a la calidez saborosa de tu carne, y que anhela
tu venida, tu aparición mariana, y yo, incapaz
de detener mis ganas, derramando las babas
acaudaladas de mi boca, y herido de muerte
muero despacio, en silencio, cual volcán escaso
contra la aspereza exasperante de un témpano,
y sucumbo, y deshielo, y me derrito, y se va yendo,
desvaneciendo, la ilusión engendrada, vertebrada 
en el vislumbre caliente de tus pechos.