Miguel Ángel Miguélez

Ana* (romance marchito)

 

 

I

 

Tu cuerpo se me presenta

en horas insospechadas

cuando la luna decrece

y el sol apunta a mañana,

cuando titilan los astros,

y me absorbe tu mirada

y vuela el tiempo a su paso

por las rendijas del alma.

Tengo incrustado en el pecho

el beso de tus palabras,

la caricia de tus ojos

como suaves dentelladas,

el mordisco entre las piernas,

el aleteo en las sábanas

y el gemido de la noche

previo al silencio y la calma

donde la felicidad,

de amor y pasión, se abraza

y concibe lo impensable

en las cuclillas del alba,

donde tu piel es mi piel

y tu nombre mío, oh Ana,

y el mío tuyo y son nuestros

el cielo, la tierra, el agua;

lo posible y lo imposible;

el tiempo, el todo, la nada

en nuestras manos, el sueño

y el despertar... y, entre tantas

y tantas cosas, nos quema

la luz que nunca se apaga

del fuego que no consume

el ardor de nuestra llama.

 

II

 

Eres agua luminosa

en el estanque enredada

como se enredan las hiedras

desde el tronco hasta las ramas,

desde el fondo del océano

hasta el fin de las montañas,

vapor que cuaja en rocío

de rosas de verdes lágrimas,

la primera flor de un campo

que aborrece la batalla

y espera verse otra vez

en la luz de la mañana

como bocado de río

como el aire en la retama

se enciende de aroma y vida

y luego se aleja y canta

y deja en su canto un rastro

que seguir mientras se calla

el mismo silencio y grita

la tempestad en el alma

cuando mi voz, en tu nombre,

se pronuncia y la garganta,

como poema de carne,

resucita unas palabras;

esas que nos dijimos

y las que aún nos aguardan

a la vuelta del camino

donde nace la esperanza,

donde vamos los dos juntos,

donde se gesta el mañana,

donde somos tú y yo,

donde se abren las ventanas

y las puertas y no importa

nada más, pues así cada

día vivo en ti y tú en mí

y mi espíritu más ama

a tu espíritu y tu ser

más al mío se amalgama.

 

III

 

Fuiste luz en primavera,

estío dorado y grana

eres ahora de otoño

el viento tras la hojarasca,

la libélula que surge

por la ribera y con calma

se posa sobre mi pecho

y leve extiende las alas

para llevarme a volar

a las estrellas lejanas 

cada noche junto a ti

cuando la luna se apaga

y en las orillas escucho

el susurrar de las aguas

y poco a poco me duermo

y sueño con tu mirada

y bebo de tu sonrisa

y vivo de ti y más clara

se me descubre tu voz

serena, sencilla, llana...

Y la tormenta se va,

y despierta en mí y me inflama

y me desborda de amor

y, por ti,  se me derrama.