Miguel Ángel Miguélez

Era la noche

 

 

 

 

 

 

Era la noche gris de su mirada
como aquellas que son, en apariencia,
como el sueño voluble de una ausencia
presente pese a todo, o pese a nada,

 

tras el límite abierto en esos ojos
que reflejan recuerdos y pesares
de una vida de rosas y azahares
marchitos entre lágrimas y abrojos.

 

¿Dónde está esa pasión, esa fragancia
que de su juventud manara un día?
¿Dónde está ese bullicio de alegría
que hoy es silencio inerte y sin substancia?

 

El tiempo se llevó, como es costumbre,
todos los hechos, toda la hermosura,
para cavar la eterna sepultura
donde fluye el vacío de su lumbre.

 

El ciprés, como púa, se le clava
en su carne de otoño hasta los huesos,
glaciales de saber que los accesos
al cielo solo están bajo la grava,

 

que todo lo que nace ha de morir,
que jamás hubo cuerdas o escaleras
y nunca las habrá, que son fronteras
que atravesar los años, que sentir

 

cómo se van fugaces, al momento,
es necesario. Todo es una gama
de experiencias que forjan, en la llama
mística, nuestro ser y sentimiento.

 

Y la suya era gris aquella noche
como sombra que asombra en lo sombrío
del alma. Silenciosa, al lado mío,
despojada de luz aprieta un broche,

 

el mismo que su amor le regalara
y, de un tirón, lo arranca y lanza al suelo.
Es hora de seguir, lo sabe, el vuelo
para las aves siempre va de cara

 

al viento que acaricia el horizonte
en otro amanecer, en esta tierra
donde está la raíz, donde se aferra
aún a su pasado, y el remonte

 

se le hace necesario, no el olvido.
Comienza al fin a ver que los errores
son parte de la vida. Sus temores
se van y, en esos ojos donde nido

 

hicieran una vez, de nuevo el fuego
ha vuelto a arder con brío en la esperanza
de volar, libre al fin, pues la enseñanza
grabada queda en ella. Con sosiego

 

camina hasta las puertas del misterio,
ya no hay ausencia en su mirada, puro
su semblante conduce hacia el futuro
segura de volver al cementerio

 

a su debido tiempo, como todos
los que son, los que fueron y serán.
Apenas un suspiro, un ademán,
un gesto imperceptible de los modos

 

y maneras. Tan simples son las cosas
a veces que no vemos esa esencia
de amor por sobre todo, ni su ciencia
vital, ni su certeza, ni lo hermosas

 

que son en libertad, tal como deben;
ni la fuerza que emanan siendo así,
como agua que nos lleva sobre sí
y se evapora en gotas que nos llueven

 

cuando más hacen falta a nuestras vidas.
Tras ese umbral me quedo solo y mudo,
y pienso que su suerte, no lo dudo,
habrá de ser mayor que sus heridas.