Alberto Escobar

Ya vale de nocilla...

 

Si dices
lo visible 
de lo invisible
mejor cállate, 
porque lo que ves
ya habla por ti. 

—Parafraseando a Mario Obrero. 

 

 

No sé qué es poético,
no sé si puedo serlo,
si soy capaz de ver
aquello que está detrás
de lo que veo, que contemplo. 
Cuando me paro a mirar
una rosa, un paragüas, 
un yogur de manzana, 
lo visible, lo que a los ojos
me llega, se impone 
con mucha fuerza, no deja
espacio a lo invisible, 
a ese detalle que se escapa
por los entresijos de los ojos,
a ese matiz que queda
afuera de las orejeras 
que me impone la eficacia. 
Cuando me paro a mirar
lo que sea que tenga entre las manos
en un momento dado, un prospecto
de una medicina, la lista de una compra 
recién comprada, el bote de gisantes 
que casi se cae de la estantería, la botella 
de aceite que está por las nubes, todo, 
absolutamente todo, tiene su lado oculto, 
tan oculto como ese niño que habiéndose
portado mal—él lo sabe de sobra— se escondiera
tras la puerta falsa de un falso desván,
sin salida afuera, alejado del mundanal ruido,
y permaneciera insepulto durante lustros, 
esperando a que alguien, preferiblemente su madre,
lo echara en falta, y resultado de la fuerza gravitatoria
que solo ese vacío genera dar con su paradero. 
Hilvanando esta reflexión me atrevo 
a hacer una práctica, una leve y sencilla,
de andar por casa, y cojo las llaves de la azotea,
herrumbradas ya de tanto subir y bajar escaleras,
y vivo los detalles de sus dientes, los contornos
que la hacen única e insustituible, y pergeño
por asociación de ideas una semejanza, un nexo
con lo que a fin de cuentas me caracteriza, 
esa unicidad, ese ser irreproducible, que aún
copiando la enciclopedia genética que me rellena 
no sería posible un ser exacto, idéntico a mí. 
Dejo las llaves en su alcayata y la emprendo
contra el bote de nocilla que resta en la nevera, 
lo miro sin hambre en primera instacia, 
examino con la minuciosidad de un demente
las vetas de chocolate blanco que salpican,
que constelan el imperio marrón oscuro, dulcísimo
y poderosamente engordante, del chocolate con leche.
Miro por debajo del recipiente por si hubiera algo
que me llamara la atención —no doy con nada—,
y de tanto mirar y remirar en busca de lo invisible
oigo un rugido estrepitoso, echo mano del cuchillo
azul plateado del cajón hasta que el vaso queda limpio. 
Tras este último ejercicio decido dejar este experimento
para otro día —temo que mi salud acabe acusando
estos excesos poéticos—.