Raúl Carreras

Quid pro quo, Clarise

La dermis suave, clara,
como claro el color blondo del pelo,
del rubio sol dorado
al lacio del mechón liso y trigueño.

Claro el sagaz verdor de su mirada,
matizada de verde ceniciento.
Y clara la seráfica sonrisa
de ancha boca, tribuna del hoyuelo.

El labio descarnado, angosto y fino,
tan diestro como tierno,
el rostro de contornos angulosos
que acuña, de su cara, el perfil griego.

Celestial el perfume de la nuca
y el etéreo trazo de su cuello,
perfecta, del escote,
la sublime apariencia de sus senos.

Leve el talle, armonioso,
delineado en límites ligeros,
de frágil envoltura
el sugerente torso que, en los sueños,
se ciñe entre mis brazos
ardiendo de deseo.

La silueta, zaguán del erotismo,
liviana como el viento,
esculpida con lánguidos fruncidos
al marco de su cuerpo.

Una espiga ondulante
cuando mece sus formas sobre el lecho,
su espalda, sus caderas,
su pubis primoroso de umbral terso,
el férvido suspiro de sus labios
que es hechizo si unimos nuestros sexos.