I
Los días se barren ante mí,
dispersos, desairados,
desprendidos del tiempo.
Oscilando entre los abismos en los espacios,
penetrando los muros de mi cóncavo recoveco,
al que permanezco como un prisionero.
Sintiéndome obliterado dentro de este tugurio
al que llamo “el vertedero”, el lugar donde las ventanas
del exterior se difuminan en las sombras.
Cada día oculto en este taciturno agujero,
flotando en mi propio vacío,
al igual que todos.
II
El olor a penumbras;
es lo único vivo
en estas vastas negruras.
Levito con mi espíritu azorado
bajo esta realidad soterrada,
fundido a merced de las reglas del vertedero.
Atravesando glutinosas tinieblas,
un desarraigo indigesto
gravita en mi cuerpo.
Derramando lágrimas de mi voluntad
intoxicada por mis poros deshechos,
arrastrándome a la raíz de mi memoria.
III
Estancado en mi eterna edad,
retorno a la superficie del vertedero,
contemplándome como un ser extrañamente pleno:
hecho de luz y sombra.