Alberto Escobar

Ventanas

 

No pienses,
deja al miedo
las riendas.

 

—de eso se trata 

 

 

Ventanas.
Ventanas pequeñas,
algo más grandes, grandes,
espacio vacío donde asomarte
a un mundo que no ves,
que solo imaginas,
que no existe y vives
como si existiera. 
Ventanas, teatros ambulantes,
cómicos de la legua, titiriteros,
marionetas que cuentan cuentos,
películas, que practican el horror vacui
fabricando alboroto, plantando árboles
que impidan ver el bosque, 
que dificulten que vuelvas los ojos 
hacía dentro, en busca de sentido.
Ventanas cuyo cometido es que seas
carne deambulante, pollo sin cabeza,
cuerpo deseante al que se le niega 
lo que busca cuando está a punto, 
tántalo al servicio del comercio, 
del vil metal—si Quevedo
levantara la cabeza...
Ventanas que dan a una avenida, 
a una plaza que brilla de inexistencia, 
a una nada pintada de mil maneras.
Ventanas que bosquejan primaveras, 
paisajes de atrezzo —porque
el cerebro cree sin que la verdad venga—,
e inventan mundos de quimera,
distintos, distantes, con tanto almíbar
que olvidas sinsabores de repente, 
en un abrir y cerrar de ojos, y hacen la vida 
más vivible. 
Ventanas de pestillo fácil, 
al alcance de un dedo —no te muevas
de donde estás, no hagas ningún esfuerzo.
Cárcel sin barrotes ni celda pero cárcel,
engaño que engaña, edén sin Adán
repleto de manzanos y serpientes 
—no hagas caer siquiera una gota de sudor
de tu frente—, ni partos que de ninguna 
Eva arranquen un grito, un arpegio de dolor. 
Ventanas fieles, compañeras veinticuatro
siete, drogaína dispensada en tabletas 
de irresistible color y sabor, sirenas
que desde lo más profundo del mar
reclaman con el terciopelo de su voz 
tu comparecencia, tu servicio, tu dedicación,
hasta tu esclavitud si es preciso, 
y lo más preciado que tienes: tu atención. 
Ventanas sin persiana ni cortina —que la luz
entre y hiera la retina—, sin antídoto ni fórmula
ni triquiñuela que te abstraiga de ellas, 
que no ceses...