Alberto Escobar

Por la ranura...

 

No temo morir,
temo no vivir. 

 


He muerto.
Juan llora,
Inés, Lola.
Andrés se rompe,
abraza su llanto contra
Manuel, su ojos, mar.
Miro a través de la ranura 
de esta caja, tan incómoda,
la mortaja me aprieta la sisa, 
los zapatos, pequeños.
La curiosidad me mata y 
por eso me asomo a ver, 
saber qué piensan de mí,
cuánto el amor que dejé. 
He muerto, morí ayer. 
Siento cómo Juan, Inés y Lola 
me levantan a hombros, 
me llevan en volandas
hasta mi nuevo hogar, supongo. 
Un cura dando hisopazos a diestra
y siniestra, y una sinfonía de llanto
se adueña del ambiente. 
Siento como un meterme
en una cámara oscura, caliente,
ardiendo, y voy haciéndome
polvo como cuando surgí.
Siento cómo, de repente, mi alma
alza el vuelo y se pierde,
y el polvo se queda abajo, 
como el polvo de los muebles...
Siento cómo me depositan
en un bote de cristal e Inés, 
entre sus manos cansadas, me coge,
me guarda en su corazón y echa llave. 
Llevo aquí ya dos años, en no sé qué sitio,
un espacio inmenso, sin nada que ponga
una nota discordante, que destaque
de este monopolio blanco y asfixiante.
Solo, sin un dios que me dé conversación,
sin internet, sin bares donde bailar, 
sin nada a qué dedicar el tiempo...
Las tardes son largas, las siestas, eternas, 
sin libros, solo el mirar por una ventana
sin nubes —aquí la lluvia no existe.
La buena fama del cielo 
no tiene fundamento.
Prefiero mil veces el infierno...