VITRALES DEL ALMA

AL CAER LA NOCHE

 

 

 

Al caer la noche, el antiguo campanario de la parroquia, la Resurrección, proyecta su sombra sobre la loza fría. Dicho monumento, se mira resplandecer desde la planicie citadina. Su arquitectura lisa y simple la hace casi que imperceptible, salvo su atalaya de imitación colonial.

 

¡Belleza de mi gran ciudad! La ¡Atenas Suramericana!

 

Lo más llamativo y que puebla mi mente de gratos recuerdos, es el atrio. En pasarela, uno a uno, actores desconocidos, ventilaron por lunas consecutivas, sus cualidades artísticas.

En la cima de aquella montaña, muy cerca de la capilla de aquel azaroso lugar, se hallaba él, tendido en el pavimento, envuelto en sangre y cubierto de hielo. “No me dejen morir” Vociferó deshilvanando su último aliento.

Aquella trágica noche, el miedo aprisionó las vísceras y un frío intenso resquebrajó las mejillas. Instantes que abrigan el extraño poder de atenazar el corazón y bifurcar el alma. Se siente, se presagia. Es todo y nada a la vez.

No muy lejos de ahí, un perro aúlla en cámara lenta. El cielo tachonado de luceros explaya su magia sideral, mientras en el orbe, el reloj marca lento, muy lento, la una de la madrugada. El viento agita sus alas en extraño vaivén.

Cinco horas después, la dama, de frondosa cabellera y delicada túnica, sale por la puerta grande de aquel hospital, arrastrando en sus arcas un triste lamento.

 

¡Vestigios de sangre con olor a hielo!

¡Vestigios de hielo con olor a sangre!

 

 

A las doce horas de aquel infortunado momento, la puerta se cerró a nuestras espaldas, y un aire denso presagió horas eternas. No había sueño, no había hambre, no había llanto. 

 

Una de la madrugada. No entendía, pero estaba ahí, con los ojos cerrados, sin sangre en su rostro ni aire en los pulmones. Sudaba a chorros empañando el vidrio. No obstante, se miraba tranquilo y sereno, como si se alegrase de lo sucedido. A escasos metros, subiendo la escalera. Un ataúd color caoba cuya tapa no ajustaba, exhibía el rostro pálido de un hombre. La intermitente luz mortecina lo enfocaba de soslayo, haciendo del entorno un panorama aterrador. De pronto, la tapa de dicho sarcófago caía lentamente hasta quedar herméticamente sellada. Una y otra vez. ¡El pánico se hizo evidente! Y un fuerte olor a flores invadió el recinto.  El tiempo parecía detenerse y al unísono la respiración. 

 

Las dos de la madrugada, me acerqué a la ventana y divisé en la calle una figura masculina. Tenis color negro, un saco de lana gris y las manos en los bolsillos. Un rostro de pocos amigos reflejó la luz del satélite, que, a esa hora, expandía sobre el orbe su divino resplandor. Cerca de su corazón, un arma blanca. Presurosa y agachada, apagué las luces, y, con el cuarto en penumbra, me escondí tras el velo, en aras de ver y escuchar más allá de lo que alcanza la esfera humana.

 

Observo a lado y lado y espero. Tan inmiscuida estaba en dicha escena, que olvide, me hallaba en medio de dos ataúdes con sus muertos dentro. Fue un halo de silencio y misterio profundo. De repente, a lo lejos, otra figura masculina venía por la carrera. Al lado de ese sujeto, caminaba lento un perro negro. Tan negro, como el misterio de aquella noche macabra, de aquella noche triste.

 

Al llegar a la esquina, sigiloso, se acercó al sujeto que se miraba ansioso. Parecía un encuentro afable. Viré adonde estaban los ataúdes y pensé: ¡Deambulo en este instante, entre el misterio de la muerte, el peligro de la vida y el agitar perenne del alma!

 

Las tres de la madrugada, hora del mal, dicen algunos. Hora del elixir, otros. Y yo ahí, vigilante y temerosa, deambulando entre el filo de las horas y las fibras angustiosas del dolor y el miedo. De pronto, escucho el sonido de un campanario. No logro ubicar donde. Pero lo escucho claramente.  E ipso facto, oigo pasos bajar la escalera que está a mi espalda. Quise moverme y no pude. Mis manos y cuerpo temblaban. Sabía que, aparte de mi hermana que dormía como roca, no había nadie en dicha funeraria.

 

Un golpe fuerte dejo ante mis ojos, un pequeño ataúd de color blanco. Por el impacto se abrió, y estaba vació. ¿Quién lo aventó escalones abajo? Me acerqué a la escalera, mirando hacia arriba y a viva voz dije: ¿hay alguien ahí? Nadie respondió. Un aire caliente cubrió la sala. 

 

En la acera, el viento agitó con furia, y la basura que estaba a ras del piso subió en forma de espiral a un metro de altura. Se asimiló a una ráfaga candente. En ese momento, un hombre alto, sombrero negro y abrigo colgado a su espalda, y en su mano derecha un gran collar que movía con frenesí ingresó a aquella escena misteriosa y profunda. Dicho artefacto brillaba con intensidad impresionante, emitiendo extraños y diminutos rayos fluorescentes de una luz amarillenta. Casi que, olfateando sus pisadas, un rottweiler le seguía. El desenlace de aquella escena tan intensa estaba tan cerca de mis pupilas que sentía helar mi cuerpo entero. Al zarandear la cadena una vez más, cayó ipso facto el escapulario de mis manos, deshaciéndose en pedazos. El impacto de las pepas a ras del piso me hizo bajar la mirada e inclinar el cuerpo para recogerlas. 

 

 

Un instante que, al regresar a dicha escena, me aventó a un escenario desconocido e incomprensible. Vi, con estos ojos que se han de tragar la tierra, cuando el hombre del sombrero y un gran collar engarzó en dichos eslabones, una llama ardiente similar a la de un velón encendido que extrajo con precisión del corazón de estos dos individuos, dejándolos tendidos sobre el pavimento. Igual, miré correr un hilo de sangre que solitario y mudo se deslizó cuesta abajo. Este hombre, similar a la muerte, vigilo hasta ver la culminación de su obra. Sin más, levantó su rostro dirigiendo la mirada hacia la ventana donde me hallaba. Un brillo de un color amarillo intenso que brotaba de la cuenta de sus ojos me traspasó. Sentí el hielo de la muerte y un aviso de que, pronto, vendría por mí. 

 

Imagen: Obra de la suscrita. 

Luz Marina Méndez Carrillo/24102023/Derechos de autora reservados.