Un solitario observa en silencio las estrellas desde su habitación,
en la vastedad nocturna, el corazón se encoge,
la noche se viste de recuerdos, y el alma, despojada, se agazapa.
En la ventana, un lienzo oscuro y frío,
donde las estrellas se dibujan como lágrimas con brillo,
un universo solitario se despliega, sin testigos,
y el solitario, en su melancolía, se adentra en su abismo.
Las estrellas, testigos del pasado, titilan con tristeza,
como luciérnagas en el vacío del recuerdo,
cada punto de luz, una ilusión que ya no regresa,
y el solitario, en su soledad, se pierde en su desvelo.
Las noches se suceden, eternas y oscuras,
mientras el solitario, fiel a su desamor,
se abraza a su almohada, ahogando penas futuras,
y en su habitación, se sumerge en su dolor.
Las estrellas, siempre presentes, lo contemplan desde lo alto,
mudos confidentes de su tristeza sin fin,
y el solitario, en su rincón, se aferra a su salto,
esperando en el cielo un resquicio de su jardín.
La soledad se adueña de cada rincón de su ser,
y en su corazón, el eco de un amor perdido,
las estrellas le hablan en un lenguaje sin saber,
y el solitario, entre susurros, se siente vencido.
Un solitario observa en silencio las estrellas,
como faros lejanos en el abismo de la noche,
una melodía melancólica, un canto que destella,
y el solitario, en su habitación, anhela un derroche.
Pero las estrellas, inalcanzables, siguen su danza,
y el solitario, en su ensueño, se abandona a su pena,
un universo de recuerdos, una lenta balanza,
y el solitario, entre lágrimas, se pierde en su condena.