Alberto Escobar

No sé...

 

No soy una isla, 
sino una península.

—Joan Carles Mèlich. 

 


Sin ti, nada. 
Nada es posible, 
nada hay al otro lado
si al otro lado no estás.
Me refugio cuando lamo
las heridas, y salgo solo
cuando cicatrizo a por ti,
me erosiono de tus caricias,
me quemo de tus besos
para volver a esconderme,
vierto saliva sobre el escozor 
de tu reciente roce, mercromina 
cuyo rojo se mezcla con el rojo
de una sangre que deja de serlo. 
Vuelvo después de que me hayas
matado lentamente, escupiendo
un amor que no me das, o me das
mal y poco, como el que da
una amapola que fallece en verano.
No sé vivir afuera, más allá del metal 
que caracteriza mis barrotes, si debo
arriesgarme ahora, desde la seguridad 
de mi cuarto a la ferrea incertidumbre 
de este mundo.
Cuando salga afuera, decía, abriré 
como un girasol los ojos, correré raudo
si me veo acechado por cualquier quizás,
huiré si es preciso y volveré al recoveco,
retorceré la llave y apagaré el mundo. 
El corazón me late al ritmo de ese claxon
que me está partiendo el tímpano,
que grita parado, que anhela salir pitando
a una carrera hacia ninguna parte, 
y que el rojo fiero del semáforo impide
que ruja y arranque, que se estampe
contra la próxima señal de tráfico, y así ...,
y que necesita llegar a un lugar donde 
le espera nadie —qué necesidad hay—, 
sin meta volante, sin corona de laurel. 
Mi yo sin tu tú se desmorona, como azúcar
disolviéndose bajo una taza de té hirviendo,
que no se enfría, que no quema lo suficiente, 
que no se dejaría acariciar por estos dedos, 
que me arrasaría el ápice de tu lengua ahora,
si me atreviese a..., sin ti no.
Ahora estoy siendo isla, mientras escribo,
ahora sí, ahora preciso de un abismo
que a un tiempo me llame y me inquiete,
que me invite a saltar y a retirarme, 
y saltar para que al planear sin aire, ahora, 
comprenda el fondo de tu oscuro precipicio
y recapacite, valore tu roce, tu auxilio, tu voz
cuando me llamas, tu necesaria necesidad,
y con el miedo poblando mis alas, y el peso
del vacío tan fuerte que me despedace.   
Ahora que escribo, replegado contra mi piel,
ahora no te necesito, puedo ser yo sin ti,
puedo volar aún en el exigüo espacio
de esta jaula en la que estoy, pugnando
desde hace una hora contra un teclado mudo,
que se limita a levantar acta de lo que escriba,
sea cual fuere su catadura intelectual, ahora,
cuando el mundo sobra y solo existo yo,
cuando me recojo como se recoge una vajilla
recién fregada, ya seca, ya sin mácula. 
Ahora no, pero cuando termine, cuando la luz
hiera profundísimamente cada palabra impresa,
cuando lo que ha brotado negro sobre blanco
deje de ser mío, interior, y pase a ti, para ti,
entonces espérame, estáte atenta al móvil,
una alerta sonora emergerá de las entrañas
de ese aparatejo y te atraeré hacia mí, otra vez. 
Te atraeré, sí, usando cual mercachifle vulgar
el poder de mi palabra: su belleza, su fuerza
descomunal, y esa ráfaga de viento surgida,
como huracán, te hará volar hacia mi ventana,
entrarás como Santa Claus en diciembre, sola, 
desnuda, sin camellos ni regalos, solo rebozada
en tu salsa, a punto para ser engullida entera,
como una serpiente engulle a su presa, 
sin cuchillo ni tenedor que elijan qué engullir,
sino entera, tus defectos y tus virtudes. 
No sé vivir, no estoy sabiendo, y por eso
la muela del juicio grita bajo la encía, 
en desacuerdo, no quiere salir al terreno
de juego, no quiere jugar, no le apetece...
No me apetece salir de este paréntesis
mudo latiendo en una frase sin sintaxis, 
sin semántica, sin nada sincero que añadir
a lo que antes no se dijo, papel en blanco. 
No aprendo sin ti, no sé si tengo que respirar
o dejar que mis ojos vayan bajando el telón
al ritmo de un marasmo cada vez más intenso,
no sé que hacer, si eso o vivir, despertar, ver, 
vivir intensamente, entregarme al qué ocurrirá
tras cada minuto, al amor fati que como estoico
profeso a pies juntillas, como canción, himno. 
No sé...