Ma. Gloria Carreón Zapata.

WALDINA.

 

 

 

 

 

El viento fresco de la mañana acariciaba su rostro y despeinaba su larga y alba cabellera, ululando se introducía por la puerta y rendijas de la cabaña alborotando las cortinas de las ventanas que sostenidas del largo dosel danzaban a la par. Eso distrajo a Waldina quien, por un momento se quedó mirando fijamente sin ver, hundida en su propio pensamiento.

Después de un rato se puso de pie y dirigió la mirada hacia una pequeña mesa que se encontraba a su lado, en la cual estaba la fotografía de un joven muy apuesto, la tomó con cuidado acariciándola y oprimiéndola contra su pecho sin poder evitar que las lágrimas rodaran por sus delicadas mejillas.

Así se pasaba sus días, evocando los recuerdos del ayer. Había ocasiones en que se la pasaba inmersa en la lectura por largas horas, le gustaba tanto leer a Bécquer que se había aprendido de memoria un pequeño texto de su leyenda toledana, La Ajorca de Oro, que antaño leía y releía junto a su antiguo enamorado.

 

“Él la amaba, la amaba con ese amor que no conoce frenos ni límites, la amaba con ese amor con el que se busca un goce y solo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el cielo para la expiación de una culpa”.

 

Luego repetía por buen rato esas líneas del poeta y narrador español.

 

Aunque siempre terminaba enjugándose los ojos, y después de un largo suspiro volvía a repetir el mismo texto. Como buscando entre ese pasaje los porqués de la injusticia que la vida había cometido con ella. Hacía tantas lunas que su amado Ramiro quien fue marinero había abordado aquella embarcación y desde entonces jamás supo más de él. Recordarlo le traía muy tristes recuerdos, lo había amado tanto que hasta ahora no había logrado olvidarlo.

 

 Después de leer le gustaba pasear por la rivera disfrutando del ruido del agua que fluía siguiendo su cauce. Ese murmullo continuo que hacía en su correr arrastrando las piedras se asemejaba a una melodía celestial expandiendo su sonido por toda la campiña. Mismo susurro que la llevaba entre celajes y confines a un remanso de paz; ese fluir eterno, esa belleza del verde, ese lozano frescor, la trasladaban al mágico mundo de los sueños, haciéndola sentir libre como las mismas aves, como el mismo viento. Todo en conjunto la hacían recordar a su viejo y gran amor. Se dirigió al huerto para recoger un par de repollos y algunas hierbas de olor, junto con algunas frutas, como lo hacía a diario. No se arrepentía de haber tomado la decisión de alejarse de la gran urbe, era feliz viviendo en el campo en donde había pasado su infancia hasta parte de su juventud. Su padre le había heredado ese pequeño paraíso perdido en medio de la serranía, además de haberle enseñado los secretos del campo, y sobre todo a amar la Tierra. Así que no se le dificultaba sobrevivir y cosechaba sus propios alimentos, había aprendido a vivir con ese dolor que la atormentaba casi a diario.

 

 Huía del bullicio y del peligro al que se enfrenaba en la cuidad, tanto estrés y sobretodo tanta violencia, que era el pan nuestro de cada día, ya no la dejaban vivir en tranquilidad, o tal vez sin darse cuenta buscaba el olvido de aquel grande amor de juventud. Sin embargo, ahí había encontrado la paz tan anhelada, donde solamente escuchaba al viento en su aullar, el canto de las aves, así como el sonido del agua del río al pasar, y era donde afloraban sus viejos recuerdos.

 

--- No me arrepiento de haber tomado esta decisión, aquí yo decreto mis propias leyes--, pensaba para sí.

 

La cabaña estaba equipada con todo lo necesario así que nada le preocupaba.

En temporada de invierno encendía la chimenea, así que en el verano ella misma cortaba la leña necesaria para enfrentar las bajas temperaturas, disfrutaba tanto de su soledad.

 

Algunas veces sacaba su álbum de fotografías quedándose largo rato contemplándolas interrogando al tiempo, ¿qué habría sido de él? Y era cuando la abrazaba la nostalgia, haciéndola remontar a aquellos años en que soñó con ser feliz al lado de Ramiro.

 

Aunque de vez en cuando la visitaba un joven, hijo de una amiga y antigua compañera de la oficina, jubilada también. Mismo que le llevaba comestibles o algunas cosas que la madre le enviaba y sabía que le harían falta, él no dejaba de exhortarla para que regresara a la ciudad. A sus sesenta años se había jubilado ya llevaba viviendo en ese lugar tres años, aislada del mundo que la rodeaba.

 

--Los seres humanos somos seres sociables, todos necesitamos de todos y no podemos vivir aislados de la sociedad Waldina, ¿cómo es que puedas vivir de esta manera? —

 

 Recordaba las palabras del joven Vicente, más sin embargo ella seguía firme en su decisión.

 

Ahí había aprendido el lenguaje de la Naturaleza, y sobretodo que ella era parte de la misma greda, misma que había aprendido a cuidar y a amar con ahínco, en tanto la Tierra le había brindado paz y sabiduría al sentirse cerca cada día de su leal recuerdo.

 

Así había visto pasar tantas primaveras e inviernos. De noche se paraba frente a la ventana a contemplar el inmenso manto estrellado evocando a su gran amor, es entonces que a su abrumada mente acudían aquellos bellos recuerdos que por instantes la hacían sentirse feliz, y no es que no lo fuera, si no que revivía aquellas palabras de amor, aquel juramento que su amado le profesara un día, el cual se había perdido en el extravío, aunque para ella Ramiro siempre viviría en su memoria. La vida le había enseñado que en esta vida nada era permanente y que solamente era dueña de sus propios recuerdos.

 

 

 

Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.

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