Miguel Ángel Miguélez

En el ocaso

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Soneto I

 

 

Por los vastos paisajes de León

mi espíritu andariego y peregrino

contempla los recodos del camino

que deja tras de sí a su decisión.

 

El tiempo es ya pasado y la elección

pesa más si los pasos son mezquino

y vano caminar hacia un destino

incierto, ausente, roto de un tirón.

 

Mira pues, alma mía, cuánto escombro,

cuánta muerte de piedra sobre piedra,

cuánta la luz extinta envuelta en plata.

 

De los Picos de Europa no me asombro.

Mi sombra, ante el Teleno, firme medra

del Páramo a la Vega maragata.

 

 

Soneto II

 

 

Del Páramo a la Vega maragata,

en un desliz de tiempo, la ribera

confluye a su remanso y, por afuera,

la vida del sendero se desata.

 

Atrás quedó la nieve y su sonata

desborda, caudalosa, la quimera

del álamo reseco, que creciera

al fuego del amor que le arrebata.

 

El barro de las tapias y los huertos

cae despacio, lentamente muertos,

como si no supieran de la errata

 

del hombre que vencido y, a su suerte,

contempla que la luz, ante la muerte,

rebrota diminuta como mata.

 

 

Soneto III

 

 

Rebrota diminuta como mata

de romero que crece entre la umbría

en busca del calor del mediodía

y, de su propio ser, ni se percata.

 

Nace en sombras del alma que, insensata,

rayana a la locura y la osadía,

parece despertar la idolatría

del barro con la herrumbre de su errata.

 

Por eso nada puedo, sino arder

de rabia, pues me quema aquel sarmiento

sin savia en el recuerdo, como son

 

los recuerdos que, ahora, alcanzo a ver

pues surgen del hogar del sentimiento,

la aldea donde está mi corazón.

 

 

Soneto IV

 

 

La aldea donde está mi corazón

viste verdes, eléctricos abriles,

encinas, arboledas y candiles

al cielo, así comieza su canción.

 

Las ventanas abiertas, la pasión

que se nutre del río a los perfiles

de la luna creciente, en las sutiles

melodías del agua y la emoción.

 

Y yo, como lechuza silenciosa,

oteo todo alrededor de mí.

Pongo todo el afecto y atención

 

que merece la magia misteriosa

del sueño en el que vivo pues, aquí,

camino por sus calles de ilusión.

 

 

Soneto V

 

 

Camino por sus calles de ilusión

sus huertos de esperanza, sus praderas

de eternidad y vida, sus linderas

alamedas sin fin como bastión.

 

La llanura se extiende y la visión

continúa en la cumbre y las laderas

y sueña con un mundo sin fronteras

antes aún del último escalón.

 

La noche trae al sauce un aire amable,

el viento del estío una presencia

frugal y deliciosamente grata.

 

El pueblo como marco incomparable

mientras la luna esplende y, con su esencia,

los campos y veredas son de plata.

 

 

Soneto VI

 

 

Los campos y veredas son de plata

camino de las eras. Jornaleros

que viven para el fruto, los obreros

de la tierra que siguen con su ingrata

 

labor, pese a que el mundo los maltrata.

Pues aman como sienten, son sinceros

y sencillos, sus pasos altaneros

y alegres; y su mente en paz, sensata.

 

Los veo en el maizal con los tractores

remando contra el tiempo y la codicia

de un sistema que todo lo abarata.

 

De regreso, despacio, entre las flores,

pienso y, de pronto, el agua me acaricia

del puente de la presa en su cantata.

 

 

Soneto VII

 

 

Del puente de la presa en su cantata,

donde el reguero ruge intermitente

y el carrizo despunta a una insolente

primavera, del gran azul beata.

 

El silencio fugaz de la corbata

del trigo, alrededor del cuello ardiente,

como un lazo de espigas es presente

y adusto relicario que colmata.

 

La dicha de la paz, el canto claro

del mirlo, del jilguero y del gorrión.

Aquí, donde los días son reparo,

 

las noches: ranas, grillos, redención.

El fruto y su cosecha como faro,

las gentes, humildad y devoción.

 

 

Soneto VIII

 

 

Las gentes, humildad y devoción

por todo lo que surge sobre el suelo

a base de sudor, trabajo y celo

cada día, estación tras estación.

 

Asoman las macetas del balcón.

Petunias y geranios, un revuelo

de colores y aromas sin recelo

se ofrece en vísperas de la ascensión.

 

Las cigüeñas se van del campanario

hasta el año que viene, por San Blas.

La hojarasca regresa auxiliadora

 

a mi espíritu, fiel al calendario,

y despierta en su voz la luz, sin más.

Quizás el cielo pueda ser ahora.

 

 

Soneto IX

 

 

Quizás el cielo pueda ser ahora

dentro de ti y de mí la lluvia clara

que mece los trigales y repara

los vientos de la caja de Pandora

 

que está dentro del pecho y que, traidora,

derrama por la cruz y por la cara

cada gota de sangre en la cuchara

de la desolación devoradora.

 

Ven, alma mía, escucha esos acordes

del agua que desciende, poco a poco,

y torna en un solaz lo que era ruina.

 

Los ojos de los hombres y los bordes

del amor, del silencio y su sofoco

al rumor de esa fuente cristalina.

 

 

Soneto X

 

 

Al rumor de esa fuente cristalina,

resguardo de tormentas y pesares,

regresas como aroma de azahares,

café de la mañana en la cocina,

 

pan recién hecho, miel de la colina

cubierta por la nieve, entre pinares

y tierras de labor, como esos lares

donde se aquieta el alma que camina.

 

Como todo en la vida, se reduce

a las sencillas cosas el amor:

Un beso, una mirada, un paso a paso.

 

Un lento despertar, tan solo un cruce

de historias que se encuentran al calor

del pueblo, junto al banco, en el ocaso.

 

 

Soneto XI

 

 

Del pueblo, junto al banco, en el ocaso

me siento, a divisar la creación.

El horizonte en fuga, la ilusión

del viento entre las hojas y ese vaso

 

rebosante de luz que, al cielo raso,

se decanta de añil. Un aluvión

de matices e instantes, efusión

del silencio que yace en el parnaso.

 

Poesía sin verso nunca vista

que descubre el reflejo de la aurora

y lo vuelve palabras de amatista.

 

Pues renace en el alma soñadora

que la busca a conciencia, tras la pista

de las cosas, donde el recuerdo mora.

 

 

Soneto XII

 

 

De las cosas, donde el recuerdo mora,

recojo las albricias intangibles:

el sabor de los besos combustibles,

la fragancia del alma que enamora,

 

la suave música reparadora.

El acento y la voz inconfundibles

de los astros errantes, e invisibles

para aquel que no siente, sino ignora.

 

De todas ellas tengo ya una parte,

la que sé que jamás se destruirá

en esta mascarada que termina.

 

Porque ellas acompañan en el arte

de la vida, en el viento que se va

donde el tiempo no pesa y me ilumina.

 

 

Soneto XIII

 

 

Donde el tiempo no pesa y me ilumina

la sombra de lo que una vez he sido

y soy, pues nadie cambia, está asumido.

Donde las cosas son verdad genuina,

 

más allá de palabras, se adivina

la luz ante la luz, el suave ruido

del aliento al costado y el sentido

de seguir: el amor que determina.

 

Escucho, en el reposo del hogar,

notas blancas, la música celeste

del árbol, la canción del bien escaso.

 

Y llega el oleaje sobre el mar

del cielo que descubre, de este a oeste,

el leve resplandor de su fracaso.

 

 

Soneto XIV

 

 

El leve resplandor de su fracaso

que también es el mío, y el de todos

incapaces de ver, en los recodos

del camino, por miedo, por si acaso

 

nos vemos como somos, cada paso

que damos, cada error. Bajo los lodos

ocultamos el alma, en nuestros modos

de afrontar la frontera y su traspaso.

 

La humanidad ha muerto lentamente

ahogada en progreso y ambición.

Quizás alguna vez esto reviente

 

como de amor revienta el corazón.

Mientras tanto transito la pendiente

por los vastos paisajes de León.

 

 

Soneto Madre

 

 

Por los vastos paisajes de León,

del páramo a la vega maragata,

rebrota diminuta como mata

la aldea donde está mi corazón.

 

Camino por sus calles de ilusión.

Los campos y veredas son de plata

del puente de la presa en su cantata.

Las gentes, humildad y devoción.

 

Quizás el cielo pueda ser ahora,

al rumor de esa fuente cristalina

del pueblo, junto al banco, en el ocaso

 

de las cosas, donde el recuerdo mora,

donde el tiempo no pesa y me ilumina

el leve resplandor de su fracaso.