I
Hay cárceles lúgubres llenas de ciegos,
sordos y mudos deambulando.
Les crecen hongos en los brazos,
caminan arrastrando los pies gangrenados,
con la espalda curvada como un arco.
Algunos tienen una soga amarrada
al cuello, y se suicidan a diario.
Otros son cáscaras vacías, hogar de gusanos.
El viento de la vida pasa por ellos
como por dentro de un hueco árbol.
Para caminar entre ellos:
hay que estar ciego para mirarlos,
sordo para escucharlos,
y mudo para ahuyentarlos.
¡Pobres almas, por las calles desoladas vagando,
en el corazón de la ciudad de los desahuciados!
II
Sin embargo,
hay cárceles de tierra fértil y ríos acaudalados.
¡Ah, vastedad de trigo que pinta el campo de dorado!
¡Ah, inmensidad del cielo inmaculado
donde la luz es dibujada por los pájaros!
¡Ah, la vida que brota de las manos
de los hombres de barro!
Hay cárceles con gente de pies enraizados,
florecen con la fragancia del océano,
resucitan sueños ahogados,
y náufragos olvidados por la luz del faro.
III
Hoy vi niños inmortales volando
con el sol en los párpados;
tenían hambre de libertad
como los pájaros enjaulados.
Adiós, niños; vuelen lejos
y alcen la más alta torre.
Las alas son para el viento,
lo que la vida para el hombre.
—Felicio Flores.