Alberto Escobar

Otra de habas con jamón.

 

Pitágoras odiaba las habas.

 

 

 

Según Google, decía el sabio que la dichosa fabácea simbolizaba la puertas del Hades.
Era tal la pestilencia que le regurgitaba de su boca cuando le daba por ingerirlas
que sus hermanos de secta, tan aficionados a él, procedían a guardar una distancia de dos
metros en orden a evitar el asco que les infundía. 
En cuanto el maestro advirtió el hecho dejó de ingerirlas, notaba en su boca un regusto
amargo, cítrico, que le tostaba la lengua y la impregnaba de un hedor nauseabundo.
Desde entonces decidió que no más Santo Tomás, y repudió el fruto hortícola per sécula
seculórum. 
Desde entonces, la tradición filosófica asignó al preciado manjar —en mi opinión— un 
significado escatológico, mortuorio por así decir, máxime cuando, según sus biógrafos,
murió al negarse a cruzar un campo de habas. Se conoce que este cruzamiento debía 
de ser cuestión de vida o muerte —váyase usted a saber querido lector.
En cualquier caso, y hablando de esto y aquello, no le arriendo la ganancia a ninguno
de ellos porque tengo que esa causa de muerte es más mítica que real. 
Pitágoras —ese hombre que gustaba de asomarse a los acantilados panorámicos
de su tierra para saludar al sol— fue un reputado filósofo antes que matemático,
ciencia que le ha concedido el marchamo luminoso de que disfrutó, disfruta y
disfrutará, en base a su famoso teorema. El pitagorismo encierra un mar inmenso
de conocimiento, de sabiduría, que inundó las mentes de su tiempo y de los venideros, 
tanto que el padre de la filosofía occidental, Platón, se nutrió con preferencia de sus
dogmas y principios, y con ellos encofró los cimientos de su edificio filosófico.
¿A qué viene toda esta perorata, toda esta sarta de datos que atienden más a la vanidad
que a la conveniencia, a una pedantería sin tasa y a una exhibición nihilista de erudición
que no conduce a nada? Y añadir además que los hechos recreados a propósito del odio
pitagórico —que sí está contrastado historiográficamente— han sido ficcionados por un
servidor para rellenar el espacio que se me asigna en esta casa, que es puro alarde narci-
sista —y no lo soy aunque, lo confieso, me veo muy bien en el espejo— y un mero vicio
por escribir para abundar en mi costumbre de ya más de seis años. 
Sé que esto que escribo no te va a gustar, Anita de mi alma, pero quiero que conozcas 
también mi faceta absurda, y que tengas claro, tú que quieres conocerme, que el agujero
negro de mi galaxia, ese que permite que todo esté en orden pero que si despierta engu-
llirá toda la luz que me habita, es la locura; soy acuario, como ya sabes, y los acuarianos
somos hijos de la locura, una locura maravillosa sí, pero locura al fin y al cabo, y supongo,
y creo que supongo bien, que tener un amigo loco no es plato de gusto en ningún menú
que se precie de calidad. No soy perfecto, lo intuyes porque soy persona, pero hasta ahora
has visto toda la luz que tengo —quizá me guardo algunas velas todavía en la recámara—
pero te falta la oscuridad. Como sabes, un rayo de sol cuando pega contra un cuerpo opaco
genera detrás una sombra, y es esa sombra la que quiero que conozcas; tú lo has querido.
¿No querías caldo? Pues toma tres tazas. De momento ahí llevas una. Las otras dos cuando
nos veamos la próxima vez, que sé que será pronto. 
Lo dejo aquí compis de letras. Aquí me tenéis, aquí me tienes, sol.