Miguel Ángel Miguélez

SORTILEGIO

 

 

 

 

 

 

De la tempestiva tarde

de un verano apenas muerto

en que las cigarras siegan

con sus vientres el silencio

del espíritu del trigo,

de la soledad del pueblo,

donde nada se sucede

y Apolo derrama un fuego

que ni quema ni consume

el verdor de los recuerdos.

 

Los álamos, las encinas,

los quejigos, el romero,

niñas y niños que juegan

por el bosque sin senderos,

que  buscan con alegría

las aguas del río eterno

para bañarse en sus pozas,

profundas como el averno,

y llegar a la otra orilla

antes de que caiga el cielo.

 

La bicicleta, la azada,

los ocres surcos del huerto,

la fruta, casi madura,

las raíces bajo el suelo

que asoman con la ironía

de los años que se fueron,

y que ya no volverán

mientras brotan los renuevos.

 

El pequeño petirrojo,

breve y frágil compañero

que saluda con sus alas,

que conmueve mis cimientos.

 

Y una lágrima de tinta

desciende sobre el reguero,

se pierde bajo las flores

que se abren, con mucho esfuerzo,

a la verita del muro

que guarda en blanco el secreto

tras las piedras, de los hombres

y mujeres que partieron,

en la espera de los frutos

camino del cementerio.

 

La melodía del aire

en la fragancia del cierzo

declama frío el poema

del otoño y el invierno.

Una nubecilla rara

se divisa allá, a lo lejos,

como si quisiera hablar

del relámpago y el trueno,

como si no fuese más

la tormenta de mis huesos.

Cae la lluvia despacio

en la hojarasca, en el velo

de la niebla, en el descanso

de las eras, en el fresco

prado que duerme tranquilo

bajo la furia del hielo.

 

Sobre todas estas cosas

una voz, un sortilegio,

como un olivo cuajado

de promesas y de anhelos

que no llegaron a ser

y tampoco florecieron,

como esa sombra de luz

que recorre nuestros cuerpos

con la levedad del alma

que se diluye en el viento,

que flota, sopla, se va

y nos deja sin aliento,

porque nada queda ya

en la memoria del tiempo

–bendita infancia serena–

de aquellos felices sueños.

 

Y sin embargo mis manos,

callos de afanes y versos,

escriben de corazón

todos los dulces momentos

y los amargos también,

pues todos caen adentro

como agua en una vasija

que rebosa sentimientos:

miseria, tristeza, amor,

o dolor, o ausencia, o miedo.

 

 

Cualquiera cabe, en el fondo

la palabra es un misterio

que nos descubre la vida

a medida que crecemos.