Alberto Escobar

Alzheimer

 

La carne es triste, ay,
 y ya he leído todos los libros.

— Stéphan Mallarmé. Brise Marine. 

Para los que quieran aprender idiomas:
La chair est triste, hélas ! 
et j’ai lu tous les livres.

—Es lo mismo que lo anterior pero con más glamur. 

 

 

 

Álzame un poco el brazo, mamá.
Álzamelo para poder calibrar 
si la carne que te cuelga sigue siendo
tan densa como entonces.
Sé de tu edad, ahora, sé, y soy conocedor
de cuánta hiel se ha mezclado con tu linfa
y que ha corrido maltratando su espesor.
Sé de tu lucha, de tu desgaste, de tus idas 
y venidas trajinando en esto y aquello,
recogiendo lechugas y acicalándolas a la vista
del cliente ocasional, ese que los miércoles 
no falta ni a tu puesto ni a tu cita. 
Álzamelo y te lo toco, sí. Lo toco y el músculo
parece no venir a mi tacto, parece ido para siempre.
Cuánto sufrimiento mal pagado, mamá, cuánto
sin el premio merecido de tener una casa fija,
un cajón cierto donde guardar las fotos en blanco
y negro de tus veinte años, cuando tu lozanía
era fama y en el pueblo no la había más guapa.
Te toco tu carne como llamando al milagro,
como queriendo que esa hiel desaparezca
y deje fluir a la linfa entre sueros y sangres. 
Te toco porque te quiero, mamá, y quiero 
—bajo el influjo cósmico de mis dedos—
devolverte, aunque fuera un ápice, un destello
fatuo de esa energía con que me envolviste
allá por mi infancia —¿Recuerdas en Feria los peros
rojos acaramelados que tanto me gustaban?
Te miro, te toco —no solo el brazo, también tu cara—
y no me dices nada, no me reconoces.
El alzheimer te ha ido borrando la estela de tu velero
a fin de que no sepas volver si te pierdes en alta mar.
Suerte que tengo una pequeña zodiac preparada
para patrullar tus mares grises y emprender rescate
si el neuronaje claudica y la sinapsis cesa. 
¡Quién soy mamá!¿Te acuerdas?¿Te lo recuerdo
o cualquier intento es de una vanidad infinita?
Me desespera ver que tus ojos me dicen lo que tu boca
no se atreve, tu lengua es cartón piedra incapaz
de articular aunque sea un «bésame hijo mío» bajito,
apenas perceptible pero esperanzador. Me desespera
ver esa tristeza en tus ojos, tan profunda como una sima,
tan insalvable como el pasaje del Titanic cuando 
el morro del barco se pronunció hacia el abismo. 
No pierdo la fe, sigo masajeándote el cuerpo
con la vana ilusión de un ay tuyo que me anuncie
tu salida de la indiferencia, de la analgesia más extrema. 
Sí mamá, tu carne es triste, pero más triste 
es no poder ver el horizonte tras la ventana...