Alberto Escobar

Ese membrillo.

 

Ese membrillo 
me destrozó el corazón
y el estómago.

—parafraseando al «Licenciado Vidriera».

 

 


Yo también, como él, enfrascado
en mis estudios me olvidaba del mundo.
Yo también, queriendo escapar a las espinas
del amor, me armé de coraza y sable. 
Yo también, desdeñando cualquier ofrecimiento
amoroso, me hice el «loco» y acabé «peor».
No puedo vivir ajeno al amor —pensé para mis adentros—,
y en pensando esto hice una pila con los libros, cuadernos
y demás recado de escribir y los tiré por la ventana.
Esa liberación me abrió el corazón a la vida. 
El estudio debe ser un adlátere de lo importante, 
de lo que crece sobre el musgo de la tierra, de lo que piso,
de lo que me sostiene enhiesto sobre este escenario.
El estudio no puede ser un refugio, un mirar al otro lado,
un revestirse de una casaca de piedra y hiel 
para que resbale sobre ella cualquier caricia, calor,
mirada que ofrece abrazo, hogar —no es humano.
Cuántas veces me dieron a comer del membrillo
que a Tomás Rodaja lo llevó a su perdición..., cuántas.
Necesito ahora, por ti, serenidad; que el corazón me lata
a su velocidad cairológica, que la mente me dé tregua
para poder sonreír a la luz que del sol me llega. 
Necesito. No me apetece membrillo si a fin de cuentas
no va a poder ser compartido con la mujer que me lo ofrece,
prefiero seguir estudiando, haciendo girar con mis piernas,
cual hámster de pacotilla y tonto, una rueda infinita, de tosca
madera y de peor destino, pero mi destino, girar y girar 
como un Sísifo al que le cambiaran la montaña y la ciclópea
piedra por un aspecto roedórico y un pedalear interminable. 
Me gusta el membrillo, pero que sea compartido...