Syol *

CONTRATIEMPO

 

La tímida luz de la mañana fué iluminando la modesta habitación. Sobre la encrespada palidez del lecho, duerme un jóven tumbado de espaldas. La azulada madeja de sus cabellos, riega caprichosas trayectoras sobre el claro raso de la cabecera.  A extremos del sedoso covertor, el ángulo del brazo, corre a internarse tras la nube de la almohada, mientras el desnudo arco de la pierna, simula deshacer de un puntapié, un último eslabón de sombra.
 
Cuando la alarma del reloj asaltó el reposado silencio de la habitación, el jóven pareció desenrrollar al aire los delgados brazos. El ébano fulgor de sus ojos entreabiertos, hizo languidecer aún mas la agonizante penumbra. Temiendo regresar a los hilos del sueño, se fué dejando rodar, hasta caer de bruces al alfombrado suelo.
 
Sumergido en el aroma del café, contempló el hilo de humo que envolvía la farola, que en una débil luz escarlata, bañaba la mesa del comedor. Se llevó a los labios un sorbo de café. Con la mirada perdida, sostuvo un instante la porcelana ya vacía. Sintió de pronto una carga de excesos consumados, arrinconándole a las fauces del desasociego. Por fortuna, el mágico bautizo de la ducha terminó devolviéndole su esplendor, y en armadura de uniforme cruzó la puerta rumbo a la calle.
 
A paso ligero sintió la mueca de la hora, apuntándole su espada inexorable.  El bus que a toda prisa le evitaría la pendiente amonestación del jefe, terminó por escapar a escasos metros de alcanzarle. Frustrado, maldijo su andar de dinosaurio perdiéndose calle abajo, y muy a su pesar, decidió dejar morir el día. Buscó el teléfono y tras ensayar una excusa, juró sentirse enfermo. Con la culpa a sus espaldas del día ya convulcionando, emprendió la vuelta a paso derrotado. Sudoroso,  bajo un plomo amenazante de lluvia, se le ocurrió pasar por provisiones.  
 
Con la frente reclinada al cristal del almacén,  confió que al disparo de  las siete abrieran. Tras completar la breve lista de provisiones, una dama de circense maquillaje, le asistió en la caja registradora. Sin prisas, dejó atrás la tranquila estación. De su mano colgaba la ligera bolsa de papel con provisiones, salpicando crujidos por aquel pasillo que acercaba la salida. A sus 25 años, Damian Parker, se gana la vida en una telefónica.  A duras penas, logra cubrir la renta de su departamento, situado en un elegante sector de la ciudad.  Aún con su precaria economía, Damian se sabe adicto a los juegos de  azar.  Obedeciendo a fallidas apuestas, alguna que otra vez, ha tenido que  negociar sexo por dinero.  Al atravesar la salida, una fina  lluvia saturaba la calle. Apresurando el paso,  Damian recorrió la verde mirada de Phillip Park,  hasta la esquina, donde un flujo de autos y voces matutinas, ya poblaba la avenida. Al llegar,  hurgó agitadamente su bolsillo. La  lluvia  arremetía con fuerza sobre sus  hombros, hasta que un abrupto giro de llaves le permitió ingresar presuroso a la estancia.  Tras el lagrimeante cristal de la ventana,  miró fijamente  el exterior, como quien logra escapar de las fauces de un monstruo gris. Se dejó caer frente a la tele sin apenas verle. Luego de infructuosas búsquedas en la computadora,  rasgó un par de acordes en la guitarra que devolvió al rincón. Se fué al espejo para saberse el de siempre, dió dos vueltas por la sala hasta que la tarde, le tironeó desde la ventana. Ya había cesado la lluvia, tomó su mochila  y decidió salir.
 
 
El pavimento aún despedía la aromática humedad, y las aceras  lucían un multicolor trasiego de gente yendo y viniendo. Su paso errático, lo arrastró hasta la amplia puerta de aquella librería. A escasos metros de la entrada,  un colorido poster, recrea la siniestra portada de un best seller, en la sección de últimas publicaciones. La ámplia estantería, se le antojaba como un alargado pastel, rodeado de moscas hambrientas. Ajeno al saturado tránsito del pasillo, caminó a los estantes de la izquierda. En la sección de ediciones para coleccionistas, tapas de brillante colorido ilustran majestuosos castillos, cultura y ciudades de la vieja Europa. Carátulas vecinas recrean a su vez, imágenes de épicas batallas, libradas a lo largo de la historia. Completando aquella fascinante serie, un grueso volumen ofrece el esplendor de los clásicos desnudos del arte renacentista.  Damian ya mudaba la mirada, cuando la seña metálica de una hebilla, le llevó a descubrir una carpeta de piel, abandonada entre la baja madera del estante y el alfombrado suelo. Desmontando la mochila de sus hombros, se aproximó al estante, flexionó las rodillas, hasta quedar con el rostro hundido en aquel hallazgo de repujada piel. Con la mirada fija al lejano movimiento del pasillo, introdujo la carpeta  en su bolsa. Permaneció sentado en la estampada alfombra, hasta desestimar la posibilidad de alguna mirada acusadora.
 
 
De camino a la cafetería, justo frente al señor del buró, una chica se llevaba las manos a la cabeza. Su rota voz, a punto de estallar en llanto, obligaba al enjuto señor del buró a disparar diligentes miradas a los clientes que pasaban. Haciendo oídos sordos al reclamo de la chica, Damian fijó la mirada en aquellos labios de tulipán. Cruzó tranquilamente, mientras
la grave voz del señor, continuaba resonando a su espalda aquel rosario de promesas, con el que pretendía  calmar a la nerviosa chica. El hilo de aquella interacción, se fué perdiendo entre el trasiego de la gente, y el crujir del papel de los diarios y los libros. Con la cabeza erguida, Damian se limitó a ignorar aquella lamentable escena, mas por alguna razón inexplicable, la atribulada chica había despertado en él, un abanico de imágenes que lo devolvió a la sórdida realidad de sus noches.
 
Sin desviar el rastro aromático del café, Damian se internó a un floreciente arrullo de losa y cucharillas niqueladas. Aquella hora de la tarde se presentaba concurrida. Sobre las pequeñas mesas: revistas, diarios, libros y computadoras, comparten espacio junto a las humeantes tazas de café. Risas y moduladas charlas,  salpican las mesas surtidas con multicolor repostería, jugos y panecillos recién horneados. Damian se instaló en una de las mesas,  junto al cristal que limita el saloncito de la cafetería. Saboreando un café,  dejó correr su mirada de ébano entre la humedad de la congestionada avenida, y los transeúntes que al otro lado del cristal, dejaban al pasar retazos de atención a sus reflejos. Una extraña sensación, le obligó de pronto a d
esviar la mirada a las mesas vecinas. Tropezó entonces con la fría expresión  de un corpulento señor de renegrida barba, y cejas que amenazaban unir su oscuro espesor sobre los ojos de lobo.  Turbado, Damian hizo un tímido gesto de saludo, sin lograr con ello cambiar la fija mirada de aquel enigmático hombre, sentado a dos mesas de la suya.
 
 
 
 
 
( continúa )