Alberto Escobar

Ficciones

 

La liberación de Melisendra.

 

El creerse la realidad de la ficción
entraña graves riesgos y desmanes. 

 

 

 

Quien haya alguna vez en su vida osado la lectura de este precioso libro, o incluso haya leído 
alguna reseña a su respecto, se habrá topado con seguridad con el episodio de las 
marionetas del Maese Pedro y el desbarato final que aconteció.
Tanto Sancho como Quijote se avinieron a prestar atención, sentados, a la representación
que esmeradamente dispuso el Maese sobre un pequeño maderamen, con su cortinaje a 
juego, itinerante. Recuerden que este tal Maese Pedro no es más que Ginés de Pasamonte, 
el archiconocido autor de la réplica contrarreformista de su primera parte. 
Tanto uno como otro no lo reconocieron —digo no lo reconocieron porque en el anterior 
episodio de los galeotes tuvieron un encontronazo palpitante—, y empatizaron con todo
lo que iba sucediendo hasta creerlo real. En el nudo de la historia, Galiferos, esposo de 
Melisendra, perpetra su rescate del cepo del rey de moros Marsilio, y, ni corto ni perezoso, 
Quijote, no dando crédito a lo que estaba viendo, y manoteando como un poseso, dio al 
traste con toda la función bajo la estupefacción del respetable y del Maese, que quedó
mohíno y humillado. 
Quiero entender con este episodio que Cervantes hace una velada crítica a aquellos
que se resisten a aceptar que la ficción no es más que eso, ficción, y la realidad que 
pudiera adscribirse a los hechos no es más que un mullido suelo, profundo, insondable,
sobre el que la ficción, que es mentirosa o mejor verosímil, tiene lugar. 
Quiere el genio gallego —digo gallego y no compostelano porque se le atribuye una más
que certificada procedencia gallega— poner en solfa a aquellos miembros de las letras
de entonces, los mal llamados humanistas, que, poseídos por un fervor religioso tan 
corrosivo que no les dejaba ver más allá del evangelio, criticaban la imaginería literaria 
del momento, envestidos de censores, como el Quijote hizo con los títeres. 
Diría, sin miedo a equivocarme, que hoy en día, y debido a la vigencia de las redes 
sociales, este fenómeno está tan presente como entonces o más. 
La democracia postmodernista en la que estamos sumidos diluye el sentido figurado
de las palabras, sean o no artísticas, hasta que solo es considerable su sentido literal,
dejando un margen minúsculo, casi imposible, a la imaginación y la libertad artísticas. 
Por supuesto, finalizo, que me adhiero grandemente a la crítica de mi maestro, referente
e inigualable hacedor, con el que me identifico en su visión crítica —humana, sincera, 
respetuosa con la vulnerabilidad e imperfección que nos caracteriza—y del que aprendo
hasta asimilar en lo posible su poética. 
Vale.