Alberto Escobar

Para qué

 

Me hago preguntas todavía, esas, aquellas preguntas que los niños repiten sin cesar hasta que descubren la profunda sordera de Dios.  

—Parafraseando a Blanca Varela. 

 

 


Soy un mar de preguntas,
y tú también.
Me levanto de la cama
y es poner el pie —izquierdo 
o derecho según los días— sobre
la zapatilla y venírseme de repente
una pregunta: ¿Pasaré frío?¿Habré 
dejado la ventana del salón abierta
ayer, que era invierno?
Siento una especie de pluma de ave
que me recorre la piel de arriba abajo
erizándome sin remedio el folículo.
Apoyo las manos sobre los laterales
del colchón que en su borde ocupo
y me yergo, arrastro un andar indeciso
hasta el baño, veo a alguien en el espejo
que no acabo de reconocer, golpeo contra
el rostro una ráfaga de agua aclaratoria,
las neuronas se despiertan al reaccionar
contra el frío impreso en la frente —el agua
fría mezclada con el invierno es redundante. 
Abro la puerta del romi, cojo con decisión
el cepillo de dientes y lo sumerjo en el vaso,
una especie de resumen de un océano, pringo
sus celdas con una pasta roja y blanca y froto;
froto con una violencia tal que el rojo primigenio
de la pasta se alía con el rojo fluyente de los dientes,
de manera que, en un concierto de tonos rojos
sin igual, logran una suerte de cuadro surrealista
que me aterra por momentos. 
Ante semejante debacle dirijo la mano derecha
al vaso e introduzco con determinación el líquido
elemento en la lamentable cavidad que se me abre
entre medio de los labios —expulso un violento
líquido rosa Tiepolo contra el inmaculado del lavabo. 
Tiro de la toalla con rabia y me seco los restos
del naufragio; salgo de un baño fracasado y limpio. 
Desayuno rápido y mal para alcanzar el próximo
autobús que me lleva a un gallinero, un lugar dónde
un numeroso grupo humano se sienta en serie
para alcanzar las metas productivas estipuladas
por la dirección —quince mil huevos al día. 
Salgo a la calle sin pena ni gloria y me asalta una pregunta:
¿Por qué todo esto?¿Para qué?
Cerca, al solo cruzar de la calle que se me atraviesa delante,
se extiende hacia su desembocadura un río, un río grande,
ancho, caudaloso y helado en estas fechas —voy a asomarme.
Los patos siguen atados a su curso como resistiendo
el desahucio que les impone la congelación —los admiro. 
Cojo el autobús de vuelta y abro la puerta. Me pregunto:
¿Habrá alguien dentro, alguien que teniendo llave 
como yo se haya hecho fuerte en mi castillo?
Parece que no. No oigo nada...