Alberto Escobar

Almudena.

 

Gracias a una renta heredada de su padre, Schopenhauer pudo vivir para sí y para su obra. Decía de ello Aristóteles que esa existencia es la más excelsa de cuantas pueden vivirse, consagrada al cultivo del intelecto y la sabiduría. Esto le proporcionó la libertad que tanto deseaba, pero compensada de frustración y soledad. 

 

 


que tengo esa suerte,
lo sé, tuve la suerte de nacer
en medio de una opulencia
hija del comercio y el trapicheo.
Mi padre, incansable y ausente, se desvanecía afanándose en su trabajo,
rico comerciante de una riqueza forjada a golpe de martillo.
Mi madre, rica heredera, vivió de las rentas
que su posición social granjeó a su familia
y a ella, por derivación y herencia —eso dijo. 
Le vi por entre los árboles del parque,
caminaba acompañado de una especie de acólito
atento a sus lecciones, al modo como lo hacían
los peripatéticos —seguro que también se nutría
de la misma sabiduría. 
Ayer conocí a Almudena...
Como si una pila voltaica se encendiera...,
me dijo cuando me lo encontré de frente
—me hice el encontradizo, es verdad—,
y me confesó su amor por Almudena,
una chica de provincias tocada por la suerte
de una herencia que recibió recién
de un tío terrateniente a las afueras de Frankfurt. 
Era preciosa, me dijo; la tez clara, los ojos negros,
cualquier atisbo germánico era pura casualidad,
la sonrisa como una sarta de cascabeles al unísono;
el corazón se alzó como una cobra al acecho
y se llenó de luz, todo el pecho refulgía en la penumbra. 
Ayer coincidimos en el baile organizado para el beneficio
de los pobres de solemnidad, como todos los años —decía—, 
y en el tedio de los prolegómenos apareció ella, con seda
roja extendida sobre su piel de terciopelo, y un tocado
de lo más discreto y elegante que se pueda uno imaginar. 
Fue llegar y que los ojos tomaran vida propia, su gobierno
me resultaba imposible ;vida propia, voluntad propia,
insolencia propia. La indiscreción de sus pupilas me ponían
en serios aprietos frente a la circunstancia y ella mientras
mirándome perpleja y agradecida por tamaña afición.  
Me acerqué para hacerle los honores, me llevé su mano
diestra a los labios y su perfume me embriagó de por vida. 
Le pregunté su nombre y ella me lo dio con amabilidad, 
con una dulzura peculiar no exenta de su sonrisa. 
En ese momento de la narración se distrajo a la llamada 
de un alumno que en el banco desesperaba, y pidiéndome
disculpas se retiró para proseguir la lección que dictaba. 
Sentí algo de rabia porque el interés de la historia
me estaba poseyendo, y no sé si conoceré algún día
el transcurso de ese amor incipiente. Volveré.
Otro día enhebraré este cortado hilo, espero.