Alberto Escobar

Ayer, de tarde...

 

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...

—Lo fatal by Rubén Darío. 

 

 

 

 

Me vino un efluvio,
de repente uno,
que me subió desde mis sentinas.
Uno que parte de tan de dentro
que huele a mojado y abyecto.
Uno que me niega el merecimiento
de estar vivo por partir de mi casa,
un día, cuando mi motivo cesó en ella
y tuve que migrar a otras tierras.
Uno que quería que no viviera
por haber «abandonado» el nido
que nació de mis manos, con los polluelos
todavía en ciernes y una madre coraje
al frente del cotarro—ya no era necesario.
Ahora, en tierra extraña, escucho ese efluvio
como el que oye un trueno cuando es sabedor
de que el rayo no va a herir sus pupilas, cuando,
conociendo su estridencia sabe de qué esencia
está tejido y cuál es el alcance de su veneno. 
, ayer, por la tarde, escuchando mis lecciones
se me vino, se hizo materia durante el transcurso
de un milisegundo y me dijo a la cara lo que pensaba.
Yo, impertérrito, no agachaba la cabeza, clavando
como dos agujas feroces las niñas de mis ojos
sobre el corazón de su trueno, sumiéndome
en su aguacero helado y traspasando el miedo
que su olor infunde al que penetra dentro. 
Ayer, sí, no miento, pasó eso en un abrir y cerrar
de párpados, y doy gracias porque me he conocido
desde lo interno, bajo los cocederos de mi existencia. 
Ayer, sin quererlo, de súbito, toque fondo
y conocí a los lenguados que reposan sobre su arena. 
Ayer, como por magia del arte, vi al dios que llevo.