Alberto Escobar

Estoy cansado...

 

Es difícil ser,
pasados cinco minutos,
la misma persona. 
—lo mismo cansa, aunque descansa. 

 

 

 

Me cansa verme,
cada día al levantarme,
la misma cara del mismo rostro,
las mismas legañas
vencidas por la misma gravedad,
el mismo sueño cuando el sol
sigue durmiendo.
El mismo champú de huevo,
la misma tortilla con distinto huevo,
eso sí —todavía no me ha dado
por reciclar la cáscara y hacer abalorios. 
Me cansa verme, ¡tanto!
Me cansa mirarme al espejo
y ver la misma arruga pronunciándose
sobre la comisura izquierda
por debajo de la narina correspondiente. 
Estoy pendiente de hacer reformas.
Quiero emprender una cruzada 
contra mí mismo pero no sé
qué ciudad sitiar primero, si la de la razón
o la del intelecto, si la del corazón
o la que puebla los tequieros 
que de mi boca han salido, y que al cielo
fueron como globosondas de helio,
sin retorno, como desilusión de niño
que mira arriba, emitiendo de sus ojos
una voluntad que moverá montañas
pero no disuadirá al aire para que viento
devenga y lo traiga de nuevo a su mano,
que yerta y desierta espera. 
Sigo cansado de mí mismo —aunque cierto
es que la escritura es terapia y por lo eterno
que es un segundo te sume en un olvido
edificante y silenciador—, pero doy gracias
por seguir viendo este kitsch repetitivo
de mi semblante y pensamiento. 
Eterno retorno — a este ouroboros 
que es mi vida le opongo un Amor Fati
como edulcorante, o mejor dicho,
como excipiente de una panacea
que no viene, de un maná negado. 
Ya parece que estoy repuesto.
Voy a vestirme, a lavarme los dientes
en el mismo espejo y con el mismo
cepillo —pero ya me miro 
con otros ojos.