Alberto Escobar

Jezabel

 

 

 

 

Saliste del baño, yo esperando.
Tu pelo mojado, negro azabache
tirando a azulado, hombros rectos,
piel tersa, del color de la avellana,
ojos negros —pero no azabache—,
piernas contorneadas por el ejercicio,
hombros trabajados en el gimnasio,
metro setenta y cuatro, labios carnosos,
ojos azules —perdón, ya dije que negros—.
Te acercas a la cama y te sientas al borde
—yo esperando—, y me dices que sigues;
que sigues adelante con lo nuestro, 
que la ducha de agua fría que acababas 
de tomarte te ha servido para aclarar
tus ideas, que me echara a un lado
para dejarle hueco en la cama 
y pudiera entregarse a mis ocurrencias. 
Le pregunté que cuándo salían sus niños
para ir a recogerlos y que no se quedaran
solos, desamparados entre la algarabía
de voces alegres por la conclusión lectora. 
Me contestó que saldría de la cama 
a las cuatro y dieciséis minutos, que se ducharía
otra vez para que no oliera a mí y que haría
acto de presencia frente a los niños a la hora
convenida —que no llegarían a sentir soledad
ninguna—, los dejaría instalados en casa
con la merienda y los dibujos animados
y que volvería para continuar el juego  justo
donde lo habíamos dejado —reanudando el hilo. 
Me recordó que teníamos una hora 
hasta ese momento y que nos diéramos prisa
en disfrutar porque el tiempo no vuelve, y el Sol,
una vez que recorre la elíptica hacia abajo
no le da por darse la vuelta y prenderse de aquello
que olvidara por el camino, no, porque el tiempo
—que lo engendra y gobierna él— no está para
esos menesteres sino para quemarlo como pólvora
de rey. 
P.D. Después de toda esta conferencia, que me 
soltó tendida en la cama mirando la lámpara azul
de motivos japoneses, se giró hacia mí, me sonrió
y movió ficha. 
Se preguntará el lector que qué pasaba 
con su marido: El marido estaba de viaje
de negocios intentando cerrar un trato
que le granjearía tal acúmulo de beneficios
que les permitiría pasar en la playa dos meses
—las vacaciones de los niños— a tutiplén.