Alberto Escobar

Todo fue en Córdoba.

 

 

 

Solo, paseando la judería, 
oliendo a fondo sus calles de azahar,
dibujando con la mirada cada milagro
sobre una piedra ya amarilla de años.
Solo, con un libro en la mano
—Un primer volumen del Manuscrito
Carmesí de Antonio Gala—, recorro
cada recoveco, cada estatua, cada episodio
cincelado en mármol, cada mocárabe,
cada arco de herradura blanco y rojo,
rojo y blanco, y así sucesivamente. 
En un momento dado, cuando el sol
todavía no alcanzaba su cénit, oigo
como a lo lejos una llamada. 
Un muecín, como al fondo de una cueva,
llama a la oración a sus feligreses.
Distingo unos quejíos y comprendo
de donde proviene el arte flamenco,
y noto en mis adentros un pálpito,
una llamada, un no sé qué que empuja
mi espíritu hacia el nacimiento de esa voz. 
En ese momento entendí que dormían
desde la noche de los tiempos una fuente,
un manantial que se derramaba ladera abajo
hasta llegar en susurros a mi huerta. 
Sentía como el pelo se me cubría de chilaba,
y las ropas ajustadas se me volvían túnicas
y zapatillas de esparto, y un libro extraño
se apoderaba del que estaba leyendo. 
Corrí hacia la mezquita y entré mirando
la quibla, y rezando me dirigí a la Meca. 
Las palabras que salían de mi boca
eran nuevas para mí, de un idioma
desconocido y tan inscrito en lo profundo
de mi existencia. No daba crédito ninguno
a la sabiduría y a la sucesión en cascada
de aleyas y suras que prorrumpían devoto. 
Me prosternaba cual si ese ejercicio
fuese diario, y me sorprendí descalzo
cuando las babuchas no dejé en el vestíbulo. 
—no fui consciente de ninguno 
de los detalles de la metamorfosis. 
Al salir a la calle el bullicio acostumbrado
me devolvió a mi realidad de ropajes 
y cultura, y una mohína expresión 
me torció la comisura. Fui abducido
por un pasado tan pesado como presente.