Alberto Escobar

Giorgina

 

Giorgina Hübner.
cuando Facebook era una entelequia...

 

 

 

 


Me llegó por carta.
Decía llamarse Giorgina
y a juzgar por la delicadeza de sus palabras,
por el trato amable y considerado, diría
que era una mujer de alta alcurnia.
Parecía leerme mucho, en demasía diría.
Parecía conocerse todos mis recovecos
como escritor, y su afición a mí me conmovía.
Zenobia nunca supo nada, de saberlo habría sido
foco de inquietud y desasosiego. En Cuba
la quietud es la madre y nada, por muy llamativo
que fuese, debía perturbar sus cimientos.
Era insistente, diría; las cartas se sucedían
del orden de cuatro a la semana; eran muchas.
En cada una de ellas me ponía al tanto
de sus lecturas, de sus impresiones para con ellas,
de sus indagaciones filológicas y psicológicas
—a veces me sentí que estaba frente a ella,
tendido en un diván— y acababa siempre con una frase:
Te admiro, te quiero tanto...
En la frecuente soledad de mi alcoba pensaba,
me hacía cábalas falsas con lo que pudiera ser
y no sería, mi corazón estaba cerrado con llave
a cualquier asedio, odisea, solo era de Zenobia.
No obstante me sentía halagado —ya se sabe 
el proverbial narcisismo de los poetas— y me dejaba
imaginar, pensándola, dándole rostro, dándole brazos,
piernas, manos, hombros..., dándole todo lo dable. 
Un día cesó de repente. Las cartas, es verdad, se hacían
más ralas últimamente en lo que a la frecuencia atañe.
Parecía que ella se cansaba de tanta tensión amorosa
no satisfecha, y su corazón pareció claudicar, cansado. 
Fue un día de agosto; bajo la higuera de la casa 
que ostento en Moguer sentí un crujir repentino.
No supe qué pensar, fue un aldabonazo del destino
quizás, o simplemente un temor hecho carne. 
El caso es que cesó; esa inyección de adrenalina
que me mantenía vivo, despierto, cesó de repente. 
Me sentí solo, oscuro, y el azul del dios 
que se asomaba cada día tras aquella nube
dejó de serlo; se tornó gris ceniciento.