Alberto Escobar

Estoy loco.

 

En vieillissant on devient plus fou et plus sage. 

—La Rochefoucauld—.


Eso creo que me pasa a mí. 

 

 

 

 

 

 

 

 

Es difícil escribir cuando el corazón 
se va llenando poco a poco, pero constante,
cuando la sangre parece que no llega,
o llega en demasía, en plétora.
Mi misión —lo digo en primera persona porque queda más poético—
es saber qué pulula dentro y no veo.
Es verdad —sé que abuso de la raya, porque me gusta, me copié de Emily Dickinson nada más leer sus primeros poemas— que últimamente me da por escribir sobre la psique. Ten en cuenta —utilizo la segunda persona del singular porque es más directa que la del plural— que voy escribiendo según las notas que me aparecen en mi vademécum, y es verdad que tengo una inconsciente, y ya consciente, predilección por los temas anímicos. Espero y deseo que pronto me vengan notas de otros temas...
Envejecer es conocerse, o conocerse es envejecer.
Soy como un arbolillo que nace,
que necesita un rigodón —se llama de otra forma, pero no la encuentro en Google—,
un palo enhiesto y fiable al que abrazarse
para que los vientos no le venzan y encorven.
Soy ese arbolillo, que va engordando
acumulando anillos y savia,
que va subiendo a las nubes 
para descubrir qué se ve desde tan alto.
Miro hacia abajo y no tengo vértigo.
Mi altura equivale ya a varios pisos
y sigo sintiendo la semilla que me dio ser.
Cuanto más subo más soy capaz
de ver, de entender, y más vivo en calma.
Es hora de recogerme, de entrar en mi parénquima
leñoso y analizar pormenorizado en qué consisto. 
Paladeo una pizca de mi savia, a ver qué tal sabe.
Se me ha quedado en la punta de la lengua
un dulzor que me lleva a la infancia, 
a esos dulzores del recreo del colegio, del donuts,
del pastelito de la pantera rosa y del paquete de patatas.
Recuerdo cómo en fila procesionábamos hasta el recreo
—recreo por el que a veces paso, en mis incansables caminatas después del trabajo. 
La pista de baloncesto de este patio sigue siendo la misma. Recuerdo que jugaba al fútbol —el baloncesto lo descubrí más tarde— con una pelota de golf blanca con un ribete azul, más dura que el pan de ayer, y se me pasaba el tiempo como azucarillo en café hirviendo. 
Desde que nací —diría yo— estoy avecindado con la locura. MIs hermanos me llamaban loco, cariñosamente supongo, por mis excentricidades, más de boca que de hechos. Por fortuna esa \"imaginación\" sigue viviendo en mí con toda la fuerza de un volcán, y es la fuente de la que mana mi esencia, todo lo que creo que en mí merece la pena. 
Volvamos al árbol:
Me quedé en que me replegué hacia dentro para saber en qué consisto.
Mis nudos y desenlaces,
mis yemas, mis defectos,
los estudio, los quiero,
acabo amándolos profundamente.
Siento y acabo comprendiendo
la belleza de lo imperfecto
y la necesidad del otro, 
de otros árboles que me lleven en volandas,
que me den un punto de apoyo con que mover el mundo.
Un pensar que soy una extensión
de algo más grande, a lo que pertenezco
y que me lleva, soy aire —lo digo hasta la saciedad, soy un pesado...—
y no tengo forma, sí tengo aquella en la que entro,
recipiente ajeno, continente que es el otro.

Lo dejo aquí porque me está quedando muy largo, y soy el primero que cuando os leo y es demasiado largo, aunque me guste lo acabo dejando.