Nik Corvus Corone Cornix

Galopada Infernal

Jinetes reinantes danzaban
en cuaresmas diezmales,
frente a frente, codo a codo,
como vendavales,
pero sólo uno de ellos
galopaba con esa firmeza
que da la diversión y el goze...

El estepario a primera hora
tomó sus cobijas,
las estiró y acomodó
como capullos de mariposa,
la ferviente noche se le avecinaba
y no quería maltratar sus pensamientos
con taciturnas y onomatopéyicas ansias.

Pintado de colores de guerra fortuitos y sin glorias,
colapsa entre lo llano y es disparado
cual bomba por cañón de largo cuello.

Supone distante
una escaramuza de labios impregnados,
pero aun así, se alista como puede para dejar ser
a oportunidades y destinos.

Comienza una terrible maniobra,
tosca en su accionar,
convierte las manos en lanzas
y logra ese otorgado alcance,
que le permite obtener esos chelines
para tan terrible viaje.

Tremendo y obtuso glosario,
el desértico pero noble galopante
aborda un cóctel de criaturas de la primera noche,
largo como la espera,
que lo lleva por rumbos transitados
desde hace añares.

Ataviado por esas agujas punzantes,
entre mazmorras de hediondos placeres,
el hombre danzante
trata de conciliar el sueño,
pero es aplastado por las horas,
cree ser ahorcado por una contradicción eterna:
no sabe si es tarde, o si aún quedan esperanzas,
bajo una luna llena que despierta aullidos
en totales latitudes.

Llega al transitado puerto,
entre piratas y magos,
este fundido,
arcaico monje de atardeceres de mantras
y fornido entre galápagos atolondrados y mamertos.

Toma el sulki bondadoso
bajo una noche en la que suaves vientos
amenazan con ser apabullantes ventizcas,
y amenazan con llevársele
hacia estrellas de olvido eterno.

El contrincante trata de apaciguar
el ansia del encuentro,
comprende la importancia de la calma,
de la fórmula completa e irracionalmente preparada
en su corazón de tan rojos carismas...

Luego de contar las hectáreas
bajo un calamitoso esperar,
se baja del carruaje, el cual se encontraba
trabado entre bocinazos, y siendo espejo
de sus propios infortunios.

Encuentra las cortinas de esa cueva inaudita,
donde malhablados y dispares vikingos
se blanden en malestares y en claudicaciones,
entra, y pregunta por la cornisa
mas establecida y peligrosa.

Da cuenta de lo temprano,
y corre al libro de la sabiduría,
el cual le habla de sucesos por venir.

Corrije la calma y la convierte en plenitud,
conversa con la diosa, la cual le confiere
que está cerca.

Sostiene su valía en un suspiro,
mientras entretiene su golosa aspiración
en un cántico a otras almas,
saluda a los presentes y al aburrirse,
se marcha, no preparado,
sino distado.

Entrevera en la coctelera de peinados,
en un galpón de oscuras bebidas,
encuentra esa cabecita entre las cuaresmas, reconoce
ese suave ondeo que esa tierna y loca risa
otorga a su cabello negro.

Se observa, caballero andante,
viejo aunque su naturaleza no lo demuestre,
no es sabio sino que, de tanto claudicar
ya no obedece a llantos engorrosos.

Acerca hacia él un brebaje burbujeante
que le hinchará el pecho,
y pasa violáceo como crepúsculo cruzado
por nubes horizontales y naranjas, rosadas.

Consigue el descansar para sus piernas
y balancea el ser hacia ese ave milagrosa,
de sonrisa constante, de mirada pensante,
de andares enervantes y a la vez
verborrágicos.

Comienza, como si las mentes fueran nulas,
un calmo intercambio de bondades,
mientras la panza del viajante
se vuelve dorada.

Junto a los menesteres
y cual bandada peligrosa, convergen
en la oscura y humeante casa
de demonios.

Ciertos habladores
distraen la jineteada infernal,
a la que el vibrante galardonado
atiende sin más,
y convierte sus movimientos
en arcos de iris abundantes.

La diosa voltea a verlo,
como buscando discernir su figura
entre el resplandor,
o buscando desaparecidos observantes, quien sabe.

Los dos, el vaquero turbado de largo andar,
y la destellante, ocupante de los cielos,
como en línea de largada,
escuchan las trepidantes caídas y subidas
de unos mandatarios horrendos y peludos,
que mueren mezclando tonos.

Colapsado en surcos mentales
y anónimas tuercas perdidas,
el ocupante de lo amable, olvida la compañía,
y sale a buscar esa incomparable magia
que da el apiñarse en multitudes mediante empujones,
sofocar a entuertos y no mirar fijo nunca,
en un completo y veloz movimiento de cabezas.

Se hace amigo de un ladino magistral
que comparte ese despertar divertido y zonzo,
pasan inviernos y la junta no cede,
solo es pausada por tragos amarillos
otorgados por esa mano de negras uñas.

La risa confiere mediante simbolismos
un cántico atronador, mientras el oscuro jinete
se mide con otros caballeros audaces,
mas no sabe en que circundante categoría
se mueven.

La noche se convierte
en cantos de pájaros y frías mañanas,
el conservante de lo apañado
vuelve mirando de frente a los viajantes,
como capataz a esclavos remeros
de un bote nórdico y tribal.

Le llega un suspiro de otras tierras,
un asentir majestuoso
de esa diosa foránea y dispar,
que le dice que esta hecho
de la correcta esencia.

El apaciguador, mareado y enclenque,
devuelve la sonrisa fortalecedora
a ese ángel vitoreoso,
prometiendo otro cortejo
durante alguna otra luna llena...