Alberto Escobar

Las cosas de los perros.

 

El perro andaluz.
Toda una obra maestra.

 

 

 

 

 

 

 


Una chica acosada, 
entrada en carnes
—era la estética—
y con raqueta en mano;
el maromo pretendiente,
rijoso, ardiente, afila
el diente para clavarlo
entre las nalgas. 
Arrinconada, con la cara
hecha un cristo, clama
ayuda, venganza, y el suso
dicho hacia ella se abalanza.
Como pesada losa —se percata—
arrastra con los tirantes
del pantalón toda una parafernalia:
camas de pesado somier, ciervos
chorreantes, cristos yacentes y entrantes,
prelados y diáconos —y casi el papa—
y con todo ello una metáfora 
de las represiones incesantes de la época. 
La chica —que aunque entrada en carnes
era vistosa— se precipita como rayo
contra la puerta, casi la atrapa.
El maromo mete el brazo en el resquicio
y solo sale la mano, llena de hormigas.
Ella se recrea, sabedora de estar a salvo,
en el espectáculo mirmecológico
de subidas y bajadas, idas y venidas.
Tras la puerta, sana y tranquila, observa
con pausa la agonía gesticulante de la mano,
las hormigas corren en todas direcciones
sin pies ni cabeza, y ella disfruta, vengativa. 
Entra a descansar en su habitación, sola,
feliz, perdiz, sola, y se quita las lentillas
para que en sueños no se vea traicionada.
Cuando hace pinza para el desprendimiento
nota un corte profundo, la pupila rasgada
como a degüello, y la roja savia extendiéndose
hasta la inmaculada faz de su sábana. 
No pudo conciliar un mediano descanso,
la cirugía se tornó necesaria. 
Ahora yace en cama de hospital de tercera,
esperando el alta, y sin más recompensa
que la cobertura de un seguro que no cesa. 
Ve a verla, te está esperando arriba...