Haz Ámbar

Yanira

Cuando a través de la niebla en una noche oscura sumergida nadando, con la mano de un agua que de lo profundo venía acariciando mis plantas, una nube sobrecargada de horror, del horror que en el vientre de Zeus se hace cayó desplomada manchándome de su llanto, sus cristales en la piel de mí alma aún clavados perduran, oh cavilaciones al filo del abismo que en forma de torbellino espantoso en los mares abría. Arrojados contra las rocas, la muralla rocosa que verdaderamente rodeaba aquella isla, aferrándose los desesperados a esos filos cortantes como cuchillos de la mesa del Diablo, y la sangre propagándose desde las rocas muralla circundante a la isla, alrededores y a través de sus venas los lamentos rugiendo se oían sangrientos, sangriento todo el cuerpo de la Mar airosa, mientras yo, nadie caminando sobre la oscuridad más absoluta, sin camino que seguir, brújula ni Norte, Sol, estrellas o Luna para marcar la sintonía de mis pasos espaciados nada existía, solo yo, mi paso a través de aquella penumbra... Mi voz como una llama verde en el aire vertí, llamada de socorro. Luces rojas de barcos recortados sobre la amplia línea del horizonte blancos en la noche ardiente, mi sed fue a beber del río, de la sangre putrefacta de los desesperados. Vano fue vomitarla, ese ácido, veneno de serpiente que maligna en sus cuerpos inyectaba lo sentía... Lo sentía en mis miembros involuntarios, en mi razón que en el delirio confundí con una negra flor, negra lengua, negras intenciones. Desperté empapado en sudor, todo mi cuerpo desnudo húmedamente recubierto por la tierra negra, indistinta de aquella isla. La corona de laurel desde lo alto de un árbol vino a caer a mi frente despertándome, vencedor en la noche del demonio. Busqué un cigarrillo ciego y sordo por aceras como túneles cerrados, lo encontré, saqué una peseta de mi pieza de hachís. Despellejé el cigarrillo echando todo el tabaco contenido sobre mi palma, la peseta encima puse, cogí el mechero de llama azul de detrás de la oreja, humedecí la peseta y me dispuse a mezclar los ingredientes. Saqué un papel de debajo de un ladrillo iluminado. Lo utilicé para liarlo. Un hombre chepudo y de ojos desorbitados me ofreció el cartón rodado cuadrado. Rechacé. Ya estaba hecho. Escupía granate en el cielo inmenso y amarillo, enclavado de estrellas pálidas el nombre de ella. Yanira...