Alberto Escobar

Perdón, la puerta del.

 

 

 

 

 

La veo al fondo,
bajando la calle Hernando Colón,
ahí va llegando, majestuosa,
recuerdo vivo del pasado andalusí,
con su arco de herradura festoneado
de mocárabes y arabescos de todo jaez. 
Subo para asomarme la escalerilla,
esa donde se reunían los comerciantes
allá por las lejanías del medievo 
cuando todavía no existía la lonja.
Cruzo el pasillo hasta el umbral 
y me aproximo a la reja que antecede
al patio de los Naranjos, es primavera.
El olor a azahar penetra cada uno
de mis sentidos, me retrotrae a un tiempo
imaginado, no vivido, a través de tantas lecturas.
Ensancho las narinas para que todo el aroma
que puebla el aire entre en mis pulmones 
cual si fuera un vendaval diluviano;
me demoro en la contemplación de la maravilla
arquitectónica, la disposición geométrica 
del naranjal y el salpicar incesante de una fuente,
fuente que rumorea en mis paredes pero inexistente,
fuente que de seguro vio San Fernando antes 
de demoler la mezquita y convertirla en pasto de catedral. 
Me quedé un rato —no acierto a recordar el minutaje
porque no se medir lo eterno. Una vez seguro 
de haber absorbido toda la esencia que me envolvía
doy media vuelta, encaro la calle precedente y arranco
a andar hacia la realidad de un reloj que se paró 
por un instante, un instante que fue épico, un volver...