Yamila Valenzuela

Antulio (cuento)

 

 

 

De la comisura de sus pálidos labios se escurría un hilillo de sangre, mientras su mirada se perdía en ese horizonte oscuro donde dormían todas sus fantasías. En sus brazos sostenía el cuerpo inerte de un pequeño siervo, el que había logrado separar de la mana que emigraba buscando mejores pastos. Estaba satisfecho, pero había algo en su fondo que no le dejaba tener tranquilidad; su soledad. Dormir en el día y en la noche salir a cazar, para saciar esa sed que al llegar la oscuridad lo desesperaba.

 

Era la caza de la noche; la comida que tanto ansiaba, ese líquido vital y tibio que al succionarlo de la yugular del siervo sentía como iba recorriendo su cuerpo e internándose en sus venas, dándole por unos instantes esa tibieza que hacia algunos siglos extrañaba, recibiendo unos días más de vida hasta su próxima caza.

Ya no le era suficiente un siervo; ahora quería algo más, algo que le costara atrapar, que hiciera salir de su interior ese animal irracional que se desataba en sus momentos de caza; el que le permitía jugar con la presa consiguiendo ese gran placer de poder sobre su captura. Algo que saciara por completo esa sed, que ya con un animal salvaje no conseguía. Lo pensó, lo imaginó, lo calculó y lo planeo.

 

Oscurecía, y ella camina a prisa queriendo llegar a su destino; el cielo amenazaba con lluvia y tormenta eléctrica. Su paso era rápido, calculaba que le quedaba una hora o más de camino hasta llegar a la casa donde la acogerían esa noche, y así poder continuar hasta su destino final al día siguiente.

Una pequeña maleta llevaba asida en su mano izquierda, mientras que con la derecha limpiaba su rostro de las aun pequeñas gotas de lluvia que le obstaculizaban la visión, y así saber dónde pisar. Un relámpago la encegueció por un momento, y tropezó; antes de caer de bruces sintió que una mano la sostuvo, muy firme, pero con suavidad.

Ya la noche ocultaba todo rayo de luz; otro relámpago surco el cielo, dejándole ver una silueta frente a ella; alta, espigada y parecía llevar una gabardina gruesa; lo siguiente fue sentir la mano fría que la sostenía, se sintió abrigada y protegida; aun fría, era una mano amiga, su compañía. Eso pensaba mientras se sostenía fuerte para erguirse.

-Gracias señor.

Atinó a decir, con voz temblorosa por el frío que ya empezaba a calarle los huesos.

No hubo respuesta.

-¿Señor, falta mucho para llegar al castillo de las cruces?

-¿Usted señorita va a el castillo de las  cruces?

Una pregunta que le salió sin pensar; mientras su celebro trabajaba a velocidad luz. Una presa para jugar en su terreno y alimentarse como debía ser, como lo había deseado e imaginado por tanto tiempo

-Sí señor; allí me esperan, pasaré la noche para mañana continuar mi viaje.

Sosteniéndose todavía de la mano de su salvador.

-La esperan. ¿Quién? ¿ Y a donde se dirigía si el final del camino era el castillo de las tres cruces?

 Se preguntaba en silencio; mientras entre relámpago y relámpago podía ver un hermoso rostro frente a él. El deseo crecía al sostener esa mano tibia entre la suya fría y sin vida, sentía como fluía la sangre en el cuerpo de ella, recorriéndola entera, por momentos impetuosa como un río bravío buscando la salida al mar; por momentos calma, como susurros de mariposas al volar.

 

El castillo de las cruces; era su hogar, su hogar de cientos de años, donde no había entrado nadie que él recordara. ¿Pero qué hacía una extraña por esos parajes? ¿Si a miles de kilómetros a la redonda no había un alma viviente, salvo los animales que eran su alimento? Extraño le parecía, se dio cuenta que ella no conocía los alrededores; era una extraña y sola, su oportunidad de una buena caza; Mostrar su poder sobre su presa, sería inteligencia humana vs inteligencia humana, a la par estaban.

Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios y con un movimiento muy sutil soltó su mano de la de ella, dispuesto a echar a rodar su plan.

-Yo la llevaré, sígame por favor.

Dándole la espalda y empezando a caminar.

Su voz era dulce, pausada y muy clara, más de lo normal; pensó ella. Sin dudarlo tomo de nuevo su pequeña maleta y lo siguió como pudo; el paso de él era rápido, dando la impresión que no caminaba, parecía que se deslizaba unos centímetros sobre el piso. Ella lo atribuyó a la gabardina que él llevaba puesta, la que el fuerte y helado viento movía.

Caminaron un pequeño trecho hasta adentrarse en un bosque, el bosque de caza, en el que noche a noche se alimentaba, llevaba su presa a donde él quería; sería mejor ahora, ya no podía llegar al castillo, la sed era desesperante, necesitaba beber en ese instante. Volteo a mirarla justo cuando un trueno anunciaba a un relámpago que surcaría el cielo, la vio indefensa, frágil, fácil presa. Algo en su interior lo conmovió, algo en su pecho se movió, percibiendo una sensación extraña, que en sus cientos de años jamás había sentido; dejó que fluyera, que se incrustara por un momento en su interior, era por demás agradable. No era la presa que esperaba, esto estaba más allá de su sed y decidió esperar, la llevaría al castillo y después vería que hacer.

El tiempo para llegar al castillo fue corto, o eso le pareció a ella.

Una puerta inmensa de madera los separaba del interior y como si tuviera vida, con la presencia de él se abrió, dejando ver un interior alumbrado por cientos de velas de diferentes tamaños, pero de un solo color; blancas.

Un silencio abrumador e inquietante, la detuvo por un instante frente a la puerta, pero se dio cuenta que no tenía otra opción. Sentía mucho frío y necesitaba cambiarse de ropa lo más pronto posible o corría el riesgo de hipotermia... Continua.

 

Yamila.