Alberto Escobar

En silencio...

 

La lectura en silencio, 
magia.

 

 

 

 

 

 

 

 

Las letras van sucediendo,
las palabras tras ellas,
apenas hace falta verlas,
se adivina con solo un golpe,
mi presbicia no es óbice
—es una presbicia leve, 
un leve desenfoque de cerca,
no teman— para su discurrir
por dentro, voy entendiendo
el mensaje a la velocidad de un cometa. 
El silencio, mi cómplice,
el silencio me dispone la circunstancia,
me acicala el escenario, me extiende
las cortinas, alisa el tresillo, elige los cuadros...
El silencio, acompañante perfecto
—o quizá una música suave, 
casi imperceptible, que no desvíe
la atención que mis neuronas requieren.
El silencio y la lectura, amigos, amantes.
De repente, cual si el guion del texto
lo exigiera, prorrumpo en voz alta un pasaje;
entono como en recitación y respeto el signo
de puntuación para que su semántica 
se proclame sin vericuetos ni holganzas. 
Me deleito, me arrellano en el placer
que cual sillón de tv me concede la lectura;
me imagino delante de un público expectante,
que quiere oír lo que pasa por entre mis ojos;
concedo su deseo y me dispongo a elevar 
la voz de nuevo, pronunciando como si a una clase
de párvulos me dirigiera para asegurar 
la comprensión de los términos —me gusta
eso que escribí antes de la semántica—. Miro
hacia el frente para descansar el esfuerzo,
para que el ojo se acomode, para darle árnica
y prepararlo para el subsiguiente arreón.
Finalmente —decido— reposar los cartones
que lo encuaderna sobre el frío mármol
de la mesilla contigua. 
Sigo con mis asuntos...