Alberto Escobar

Piedra paridera

 

De la necesidad de descendencia
en la antigua Roma y de las recurrencias
mágicas para dar solución. 
La piedra paridera, una suerte de biotita,
era la reina de los talismanes. 

 

—ocurrencia mía, de nadie más—

 

 

 

 

 

 

 

 

Antonina transcurría entre la espada y la pared. 
Necesitaba como agua de mayo un heredero, un ser que colectara
en el orbe de sus manos todo el sedimento acumulado tras años 
de sacrificio; estar a la sombra de un hombre de ese calibre no podía
no facturarse sino con un precio razonable, y ese precio debía ser la
tranquilidad de conciencia, la seguridad que a una madre otorga un
porvenir garantizado en lo pecuniario y un desenvolverse sereno
entre las élites de la capital del mundo conocido, un cabildear efectivo
entre esa masa execrable de aduladores y pedigüeños que rodean 
a su insigne padre, Juliano —para tranquilidad suya este ya manifestó
y juró su padrinazgo como sucesor del imperio, pero por otra parte debía
rendirle existencia en el escaso plazo de dos años; la presión se cortaba
con un cuchillo. 
Las visitas a su comadrona de confianza, Claudina, eran casi incesantes,
día sí y día también, con la esperanza de que un milagro prorrumpiese a la 
postre cual epifanía navideña, pero no llegaba la buena nueva —su embarazo— 
y no sería porque su actividad sexual no fuese frecuente, intensa,  en ocasiones
sin ganas de yacer con un emperador acuciante y fatídico, exigente y tedioso;
con esa disposición no es posible macerar el caldo de cultivo necesario para
que la gestación se produzca —le decía Claudina casi con una lágrima corriendo
mejilla abajo ¡pero el plazo se va agotando querida!¿Qué puedo hacer?—se le
escapaba entre lágrimas con un suspiro desesperado como punto y final.
Claudina se quebraba de impotencia y su angustia le iba agriando el carácter
como si una gota que cayera del techo lenta e incansable diera contra la superficie
tersa de una concha de almeja, esa que un niño dejara sobre una mesa tras una
tarde de playa —era ensordecedoramente desquiciante.

En lo que el ingenio surge de la angustia Claudina sintió en su pensamiento que 
debía visitar un sabio que supiera de prácticas hechiceriles o algo por el estilo. 
Al día siguiente, muy de mañana, se acercó al cubil de Macrobio, un viejo santero,
dominador de las corrientes filosóficas griegas, manejador de las prácticas ocultas,
practicador de ritos mistéricos y autoridad en algunas de las logias —admítaseme el
anacronismo— de la ciudad, quien tuvo el acierto de hablarle de unas piedras negras,
encantadas o al menos eso se decía, que tenían el don de parir en verano, con la venida
de los calores del estío y que ese enigma geológico era indicio de su poder genésico.
Claudina se llevó las piedras a casa, las bendijo y fue ya en la tranquilidad del crepúsculo
a visitar a Antonina a fin de refregárselas sobre su vientre.

— Seguiré en el siguiente capítulo porque ya está bien por hoy.