Alberto Escobar

Fui testigo.

 

Van Gogh pasaba todos los días al lado de un cementerio 
donde yacía la tumba de un niño con su mismo nombre,
su hermano. 

 

 

 

 

 

 

 

 


Recibí su testigo.
Él abandonó la carabela,
las ratas por doquier
abarrotaban las tablas.
Él saltó a una mar bravía,
no le retrajo la tempestad
ni por un instante, ella...
Ella mirando desde el castillo
de proa, el abordaje fue mío,
yo... tomé su testigo,
tuve que llevar el barco a puerto, 
sano y salvo, y la capitana mirando,
desde el castillo de proa,
cómo los hombres batían su dignidad
por un puñado de lentejas.
Él saltó desde el mascarón de popa,
abajo le esperaba una chalupa
bien provista de tripulación
y víveres, se fue, me dejó al mando
y la capitana mirando, esperando,
como Rapunzel, un príncipe azul
que trepase por entre sus trenzas,
sus entresijos—compuesta y sin novio.
Abajo seguía, batiéndome, 
dirigiendo las maniobras cual el mejor
práctico y zafándome a la vez
de los bandazos de los alfanjes,
de la ira del enemigo —que eran
los amigos de él— y de mi propia ira.
Al fin y a la postre el barco fue atracado.
Ella bajó de su pedestal, de su castillo
en el cielo de una arboladura imposible
y me tendió su mano —yo ya no la quise.
Sigo en alta mar todavía, buscando
abordajes y amores en cualesquiera puertos
puntean la costa de estos sargazos.
Un mar que no conoce ensenada...