Alberto Escobar

Cádiz

 

La eternidad es lo que queda
debajo del instante presente.

 

 

 

 

 

 

 

Lo único imperecedero y por ello lo único que nos hace dioses
es la vivencia del instante, conectar con ese suceder.

 

 

 

 

 

 

 


Asomado a la barandilla del barco transbordador; era blanco y yo pequeño, unos siete años a lo sumo y quizás me quede largo; Cádiz, mi hermana Laura, mis padres y una amiga del pueblo que se echó a la espalda sus bártulos y cogió el destino rumbo a la bahía, allá por los años del hambre, de las posguerra civil que fue azote absurdo y cainita.
Asomado a la borda del barco, día soleado, atravesando la bahía de un puerto a otro; recuerdo que todo lo visible se pintaba en blanco y negro, o al menos así lo dejé impreso en mi memoria; las fotos que aún conservo en una lata de galletas inglesa de nombre irrecordado me formaron la memoria de los hechos porque los flashes que diría originarios del momento son tan indecisos, tan decoloridos que apenas pueden darme para una o dos pinceladas, o si acaso un boceto mal acabado. 
Recuerdo las gafas de sol que lucía la señora —no recuerdo su nombre— en todas las fotos y en otras que se hicieron en el balcón al Guadalete de Arcos de la Frontera; creo que debía rondar ya la cuarentena si no más, no lo podría precisar bien, aunque ese dato carece de trascendencia en el cañamazo de esta historia que cuento —se me ha venido a la cabeza que se llamaba Amalia y era algo así como amiga de mi abuela Basilisa, la madre de mi padre (seguro que la memoria me está gastando una broma, la muy juguetona).
Recuerdo el viento sobre la cara, refrescante, creo que era verano y se agradecía, el viento de la bahía, del mar abierto al sur, a un mar tan antiguo y con tanta sustancia histórica detrás; los fenicios en el trasfondo del paisaje, Tartesos haciéndole compañía y con un lago que tras la deposición de siglos de sedimento el Guadalquivir colmató para el eterno olvido; toda una amalgama de culturas aderezando las aguas que en ese instante ese barco blanco surcaba seguro de su próximo puerto.
Recuerdo a mi hermana, a mi madre con unas gafas de sol que pretendían ser de Marilyn sin llegar a conseguirlo, mi padre con sus ray ban a lo Clint Eastwood pero con menos glamur, Cádiz y su puerto, sobre todo las grúas atarazánicas de su puerto de recreo —creo que en esto último resbalo—, pero ahora, que me pongo a recordar se me viene el viento, brisa intensa que me despejaba cualquier duda, que alborotaba el castaño entonces de mi pelo y ordenaba las emociones, la sensación de libertad tan mía, tan intrínseca, tan sin sentido si su ausencia se hiciera presente alguna vez, siempre, antes, ahora, nunca...
Volvimos a Sevilla, echamos un día diferente, los demás hermanos se quedaron en casa, solo cabíamos ese día los dos pequeños, era nuestro día, Cádiz, la tacita de plata, amor mío.