Rafael Huertes Lacalle

A CARMEN

Fuiste a pasar por mi vera

en aquella noche clara.

Fue una estela fugaz quien

refulgió toda tu cara.

Tu piel, dulce melocotón;

tersa, fina y sonrosada.

Tus cabellos, suaves ondas

de espigas de mies dorada.

Ojos, como trozos de sol;

cautivadora mirada.

Rosa bermeja por labios,

de tu boca enraizada.

Y esa boca hecha de nardos;

blancas perlas nacaradas.

 

¡Carmen, Carmen, Carmen…!

 

Me enteré bien de tu nombre

y entre olas de agua salada,

a la orillita de la mar

y en la arena de la playa,

tracé un corazón gigante

que a lo lejos fulguraba,

con tu nombre y el mío:

El de Carmen y el de Rafa.

Dudoso que las roderas

de los vientos los borrara,

edifiqué un dique seco

con rasgaduras de mi alma.

Ni levante, ni poniente,

ni terral, ni tramontana,

ni tempestad, ni ciclón

pudieran nunca borrarlas.

 

¡Carmen, Carmen, Carmen…!

 

Clavando rodilla en firme

sobre arena de la playa;

en solemne juramento

ante la noche y el alba,

quise ser el marinero,

que en un barquito de plata

navegara en la dulzura

de tus olas de melaza.

¡Siendo del mar la patrona,

soy yo lobo en tu mar salada!.

Con mis labios en trainera

tu vientre bajo surcara.

¡Pirata en tu cuerpo entero

y, en él soltar amarras!

 

¡Carmen, Carmen, Carmen…!

 

Llevo escrito tu nombre

en mitad de mis entrañas

y en mi brazo tatuado

llevo tu nombre y un ancla

y un corazón tan gigante

como el que tracé en la playa

a la orillita de la mar

y entre olas de agua salada.

 

¡Carmen, Carmen, Carmen…!

 

Ha pasado largo tiempo

de aquella noche clara,

sigues siendo mi patrona

y yo lobo en tu mar salada.

Si un día, la noche oscura

llega, y el barco zozobrara,

recoge a este marinero

en la caleta de tu alma,

para así morir tranquilo

entre tus olas de melaza.