Alberto Escobar

¿Fue verdad?

 

La conocí después 
de haberla creado.

—Don José Manuel Caballero Bonald 
en \"Ágata, ojo de gato\". 

 

 

 

 

 

 

 

 


Era un día de playa, allá por el verano del dos mil diez; era en el Rompido, un pueblecito de pescadores a la orilla del Atlántico onubense, pintoresco y guardador de las antiguas esencias todavía. Yendo perdido por sus orillas se puede saborear la sal antigua del calafateador cuya brea esparce cada día sobre la escarcha cansada del barco azul y blanco, sobre un casco que ha rajado ya mil mares y que debe vivir mil incursiones más en busca del pescado diario, aquel que se grita a viva voz en la lonja, al lado de la caseta del guarda, esa que tiene una pequeña ventana que se asoma al espejo del mar y la besa cada día.
Ese día decidimos —cuando hablo en plural me refiero a mi familia de entonces, mis tres hijos y Ana— cruzar la negrura del río Piedras para acercarnos a una playa allende, desierta y virgen como todo lo desierto, donde los alevines pululaban ignorantes en los charcos que se formaban de entre los bajíos. 
Cogimos un barco travesero —no era pescador— que lleno se adentró cortando el remanso del río y encallando en la orilla postrera, dando a un terreno de vegetación seca y marinera, de mucho pastizal, rastrojo y pincho que malvivía desde el adentro de una arena casi blanca azotada de continuo por un mar joven, que allí se batía con toda su fuerza primigenia sin el obstáculo de la civilización ni la porquería que lleva consigo. 
Ya en la playa, ya habiendo tomado sus frescas y límpidas aguas, decidí de soslayo entrar en la maleza trasera, conocer de primera vista qué raíces y qué vida se desenvolvía por entre ese sargazo sureño, lagartijas, insectos mosquiteros y finalmente una niña que me sorprendió como salida de una guarida. Sus ojos color plata...
Se me paró delante con sus jirones colgando, la cara sucia, parecía perdida de sus padres y sin un consuelo cercano, no lloraba pero si se oía un ruido como de un alma cansada, como una paloma que buscara un nido inalcanzable, su mirada un poema, sus ojos me decían cuentos, relatos, obras teatrales como ninguna nunca escrita, su alegría una rosa, un viaje en el tiempo.
Le pregunté qué hacía aquí sola, ella me dijo que siempre había estado aquí, que este es su sitio, la arena de sus pies, el ramaje de su nido, el buey y la mula de su pesebre, su vida; sola, pero no sola porque su madre estaba con ella en cada instante, su madre Naturaleza, que le da arrullos a la hora de los sueños, le cuenta las peripecias más insólitas de sus astros y planetas, de sus varios animales y de hombres que ganaron su sustento contra la fuerza de la escasez, del poco pescado en ocasiones sobre las lonjas, de los barcos anhelantes que cada día cruzan el páramo para buscar una quimera que cada vez huye más, que si el género está cada vez más caro y el gasoil por las nubes —tantas y tantas cosas que me hacen finalmente cerrar los ojos de aburrimiento (decía con una medio mueca a modo de sonrisa).
Al poco se fue, yo me quedé viéndola perderse al fondo, haciéndose pequeña hasta desaparecer de la escena, de mi vista, de mi vida, de casi mi recuerdo porque era como un fantasma que mi traqueteante cerebro creara en ese momento, en ese espacio temporal que robé a mi familia de entonces, que robé a una playa virgen, limpia, sin bolsas abandonadas de patatas fritas y helados de naranja...
Volvimos, nos duchamos de sal, descansamos, me di lejía en la piel para ver si se me olvidaba esa visión pero no pudo ser, todavía hoy me persigue y me pregunta, me pregunto si ocurrió ¿Fue real?
No se lo he contado a nadie hasta hoy. Ahora solo lo sabes tú.