Joseponce1978

Navidad sin luces

Trigésimo cuarto día de apagón:

Un ruído de golpes proveniente de la calle lo sacó del sopor. Pesadamente se levantó del sillón, y la vela se apagó al sacudir la manta que utilizaba para taparse las piernas, de la cual cayeron al suelo las migajas del sandwich que se había comido un par de horas antes. Haciéndole un pliegue, dobló la manta y la dejó en el reposabrazos del sillón. A tientas se dirigió hacia la ventana, descorrió la cortina, y tras subir la persiana, abrió la ventana y se asomó al exterior justo a tiempo para poder ver como el haz de luz de la linterna salía del local y se precipitaba calle abajo antes de doblar una esquina y dejar la avenida totalmente a oscuras. La segunda noche de apagón, la tienda fue saqueada y como la puerta no había podido ser reparada, al quinto día ya no quedaban dentro ni los estantes. Lo último que se llevaron los ladrones fue el árbol de navidad, y la policía pudo dar con ellos siguiendo el rastro de bolas que habían dejado desde el comercio hasta su casa.

Desde un principio desoyó las recomendaciones de aprovisionamiento por parte de las autoridades ante el riesgo inminente de apagón global, creyendo que se trataba de una nueva estratagema gubernamental para fomentar el consumo y de esta forma reactivar una economía maltrecha por las secuelas de la pandemia, pero cuando los cortes eléctricos se hicieron efectivos en los primeros países, se apresuró a proveerse de combustible para el coche y alimentos en conserva. De todas maneras, pensó, se trata de productos imperecederos y los iré gastando llegue aquí el apagón o no. También quiso comprar un pequeño generador eléctrico pero por más que buscó, ya se habían agotado. Sí pudo cambiar las 2 bombonas de butano por otras llenas y conseguir una linterna y varios paquetes de pilas, además de un puñado de velas. Aunque en un principio estaba previsto que el apagón durase varios días, ya llevaban más de 1 mes a oscuras y la situación no tenía visos de solucionarse. A partir de la segunda semana se estableció en el país el estado de excepción y la megafonía recorría las calles ordenando a los ciudadanos que se moviesen lo menos posible para no derrochar energías y evitar accidentes. La dependencia de corriente alterna por parte de una sociedad que no estaba preparada para una repentina desconexión eléctrica era absoluta, y las consecuencias del desastre solo podrían calibrarse cuando se volviese a reactivar. En ausencia de electricidad, no había posibilidad alguna de comunicación con el mundo exterior y las escasas noticias que se tenían eran las transmitidas entre vecinos, y raras veces revelaban sucesos acaecidos fuera del barrio. Por diversos puntos de la ciudad, el ejército instaló diversos puntos de socorro provistos con walkie talkies de largo alcance conectados con el hospital y el centro logístico militar para avisar en caso de emergéncia o voz de alarma.

No se disponía ni de agua corriente en los edificios, al haber quedado inutilizados los aparatos de bombeo. Al cesar también la actividad en las refinerías de petróleo, el poco combustible disponible se destinaba a mantener en funcionamiento los potentes generadores de los hospitales o para el desplazamiento de urgencia de las unidades militares. Los vehículos accidentados eran desguazados por los saqueadores durante la noche y los chasis quedaban en medio de la calle obstruyendo el paso a las ambulancias o la policía.

El colapso era más evidente de día, cuando la luz del sol revelaba los estragos causados durante las horas de oscuridad. Al amanecer, la gente se lanzaba a las calles en busca de víveres o artilugios como velas, pilas o linternas, que eran vendidos por los especuladores a precios desorbitados. Como suele ocurrir en todas las catástrofes, aquí también había quien se beneficiaba de la desgracia, aprovechándose de la desesperación ajena, y un paquete de pilas o de velas se llegaba a cambiar por objetos de valor incalculable.

Cuando empezaron a caer los primeros copos, bajo una oscuridad y un silencio sepulcrales cerró de nuevo la ventana, encendió la vela y se dirigió a su dormitorio. Caminaba a través del pasillo cuando le pareció escuchar a los niños del piso de arriba cantando un villancico. Temiendo romper la magia del momento, junto a su temblorosa sombra proyectada en la pared del pasillo por la llama de la vela, se quedo inmovil hasta que las voces de los niños y la pandereta dejaron de sonar. Llegó a su habitación, puso el portavelas sobre el escritorio, se sentó, sacó del cajón un folio en blanco y siguió escribiendo su diario de un apagón:

\" Esta mañana eché la última lata de gasolina al coche para venir a la ciudad a recoger mis medicinas. Al llegar, me encontré la puerta forzada y se han llevado los botes de conserva que me quedaban en la despensa, solo he podido encontrar un par de rebanadas de pan de molde duro y una lata de atún que había escondido debajo del colchón. Al menos hoy he podido comer algo. La situación aquí se está haciendo insostenible, el pillaje y los saqueos por la supervivencia son frecuentes. Mañana, en cuanto amanezca, bajaré a la calle a esperar a que pase el camión del suministro. Con un poco de suerte, tal vez me puedan dar algo de salazón, y con las mismas, me volveré a marchar al campo. Allí al menos puedo sacar agua del pozo y tengo carne y huevos. No me queda gasolina para volver otra vez a la ciudad, espero que finalice el apagón antes de que se me terminen las medicinas...\"