Alberto Escobar

Cómo me arden, sí.

 

Las palabras arden.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El ojo no es ojo porque te ve,
no, eso es un sofístico juego
del maestro del Patio
de las Dueñas —nada más.
No te ve el ojo, no, 
el ojo te piensa.
La mirada dice 
más que un libro gordo,
la mirada lleva cual ángel
el mensaje envuelto en el vidrio
de una botella, es ella —nada más.
Se dice en los mentideros
que le hizo el amor con la mirada,
porque la mirada toca, toca el alma
y el alma salta como conejo
sin madriguera, como cebra sin rayas,
salta y responde, como un resorte,
como las ideas que Platón ordena
en su topus uranus, bien dobladitas,
colocadas por orden alfabético,
como un diccionario de casualidades,
—¿o son causalidades?
El ojo es solo un mandadero.
La mente es la que ve, y por eso
vemos con todo el iceberg
que la sustenta: prejuicios, miedos...
Tú, solo tócame, con esos ojos
que de malva se lanzan al vacío,
con esos ojos que escrutan la fibra
que de mi corazón late hirviendo,
con esos ojos que me sajan
las contradicciones y los hechos,
con esos que me matan, lento...,
con esos —nada más.
Sí, querido Octavio, espero no te moleste
haber robado un poco de tu estro,
yo ya te lo devuelvo —nada más.
Aquí lo tienes para ti, aquí te lo lanzo
ardiendo, como esas palabras 
de las que dices debajo de tu retrato.