Alejandrina

Carta al destino.

Ha llegado el momento de sellar nuestro pacto...

destino mío; se agostó nuestro sendero  

como una soga infame que se ciñe inexorable

sobre el retal cansado de mis días

y siento al dios avieso de la muerte

colgando de mi pecho

y su vieja moneda, girando en el aire

para besar las tristes lunas

que aún duermen bajo mis párpados…

 

Pienso, con ese dolor que otorgan todos los finales,

me rebelo y grito:

¡libertad, libertad…!

¿dónde encontraré tus acepciones?

los pasos no vuelven sobre los viejos pasos,

como este puñado de tierra

que se vuelve distante hacia un nuevo

y sanguinario amanecer…

 

No muy lejos se escucha el canto

de la inexorable Átropos

cortando las oxidadas cadenas

de mis dolorosos huesos,

abriendo los portales por donde éstos despojos

huirán precipitadamente sin mirar atrás.          

 

Me marcharé sola, desnuda de rosarios y plegarias;

las últimas palabras caerán al suelo como segados pájaros de escarcha,

buscando, como lobas heridas,

aquellos sueños inconclusos que se estrellaron

en el abanico creciente de la tarde,

o en el destello lejano, de algunos labios infames…

 

Destino, tú que calculaste mis días

en el ábaco infinito de todas mis muertes

¿qué me queda ahora, dime…qué me queda?

 

Los pasos se van arrodillando inacabados,

sobre las hogazas ya lejanas de mis senos

y pienso, en la larga luz de las tinieblas;

en esta interrogante que pende,

como una carta rúnica entre mis manos;

¿dónde anidará mi eco cuando emigre del áspero carozo?              

cuando vuele ingrávida, dolida de recuerdos,

sin dogales de sangre ni finitud de piel.

¿liberaré acaso allí los hatos del miedo y del dolor?

o seguiré velando en silencio este puñado de cal,

este espliego de sal y vino, sobre las frías mejillas de las sombras.

 

¿Le diré adiós al amor, en un lento degradé?

o me iré en un violento golpe de misterio y de luz cegadora,

quebrando el estanque de mis ojos ya vencidos…

 

El rugido del mar en su alto vuelo

¿será acaso el aldabón del adiós,

un rebato claro y perverso?

¿quién va a pastorear mis unicornios?

¿quién habitará mis castillos de arena,

 y afinará los violines de mis antiguas cigarras?

 

¿Y la rosa, el pan, los brotes de la sangre?

¿quedarán atragantados de cruces y de dolidas Magdalenas?

¿será que en el altar de algún recuerdo

seguiré soñando el mar?

 

El sol es una moneda gastada

rodando hasta los brazos de la luna,

huyendo de los días en que traspuso mis huesos.

La gran noche llegará de madrugada

con su dosel ceñido al cuello,

con sus higueras encanecidas

junto a la fuente de mis reflejos,

a cegar las pomas que allí, ya no anidarán

en el zaguán de sus crisálidas.

 

¡Oh, pobre péndulo de barro!

¿volverás humillado a descoser la boca de las piedras,

para hamacarte en su seno feliz y prodigioso?

jamás habrá otra vez de júbilo feraz, en fuego y carnes,

en médulas de luna arañándonos los pechos,

la lluvia nos negará su pedrería,

y en volutas de la nada, atravesando el gran pecho de la esfera;

volvemos al principio de la cuerda,

a tejer en el polen de los astros

nuevamente nuestro llanto maternal…

 

¡Ah destino mío!...

contigo va la voz, las álgidas campanas, la sortija y el beso

la promesa de amor ceñida a los inmutables labios.

 

Y en este naufragio de materia:

encontraré acaso el secreto llanto de mi nueva libertad,

quizás nunca llegue a la Ítaca balaustrada de los sueños,

tal vez siga girando eternamente

cumpliendo la liturgia de los tiempos;

como una viajera de edades infinitas…

bajo el dulce escarceo de la tierra;

o sobre el celeste azul distante de otro cielo