Hiver

Temporeras en el alba

Temporeras en el alba 

 

Incubando el frío con su aliento,

vienen las temporeras cruzando las acequias;

algunas pedaleando aún dormidas

en sus viejas bicicletas,

otras del brazo,

soñando a ser reinas como en los versos de Gabriela,

se detienen a mirar el cuchareo de los patos

en unas charcas del camino…

En sus rostros quemados por el sol,

hay tantas Marías arrastrándose a los pies del nazareno.

Ya puja la dama del alba…

se mesen las esqueléticas verbenas

como alambres saltamontes aullando entre el rocío.

Ahí van ellas guardando el dolor de sus columnas

en los bolsillos del alma.

En su sagrario flota ahogada la última luna

al fondo de la noria…

atrás quedaron dormitando en la distancia,

sus mohosas casas de madera,

y mientras el gallo mayor parte el alba en dos

con su aleteo y su estridente arenga,

una a una se van perdiendo en sus verdes nichos de resina;

a veces alguna aparece entre los árboles,

como el fanal de un buque entre el oleaje,

para ahogarse en la sed azufrada de su frente

o para extinguir el incendio de una llaga.

Dios mío, Dios mío…

sabrá algún día el extranjero

por qué las cerezas se desangran 

como los senos de Ágata dentro de su copa

y por qué los granos de las uvas

rompen en llanto antes de besar sus labios…

Temporera,

ipomea alba en el alba,

cómo duele el pan sentado frente a tu mesa,

cómo duele cada moneda acuñada

bajo el martillo del sol y de la escarcha.

Rosa del Nilo, magdalénica María,

baja por la escalera de mi verso,

cada punto en blanco está hecho de harina

para tus santísimos pies cansados.

En algún lugar debe haber algo para ti:

un mendrugo de amor,

algo cosido a la piel de la pasión

que se deslice por tus canas de niña

a la luz de una vela,

una boca furtiva que encienda de nuevo

los carbones de tus pechos,

las ondulantes libélulas de tus morenas caderas,

algo que refresque las deformadas coyunturas

de tus dedos…

 

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