Jordan Sanchez

Los heraldos del fracaso

Llegan con su mirada insonora,
con sus infinitos ojos.
Al suelo, al alba, nunca al futuro,
desatados como peces en la oscuridad,
son conejos, descripciones de la nada,
sus saltos enfermos, las venas expuestas,
las contorsiones fantasmales quiméricas.
Suben las muerte, regresan,
beben el dolor, se sirven de los adjetivos,
nutridos en las memorias,
todas y cada una derrumbadas en altares crepitantes.
Con sus dogmas, con sus sueños vividos,
absurdamente silenciosos en su carne,
de la pútrida miseria que sale de sus labios:
espejos, aromas, ayeres, pero nunca nunca el mañana.
E incesantes buscan las horas, las llagas,
cuerpos evaporados, apariencias,
soledades inventadas, soledades aparentes,
de verdad, mentirosas,
buscan las cadencias, las amapolas,
la hierba marchita.
Y van, van casi ordenados, de uno en uno,
brutalmente masacrando el espíritu,
la tristeza es el aderezo de su mesa,
sutilmente  devoran ilusiones,
cronológicamente,
de la primera hasta la décima infancia,
y que si uno reencarna,
hay un suspiro que sangra,
una tos, un grito que maúlla,
miles de animales,
cada uno destripando el ser,
y el no ser, invadido en la oscuridad,
por allá en su calma intacta, en su sentencia,
dividido, vez tras vez, sin descanso,
hasta dejar ser.
Van con sus estandartes,
neurona, aneurisma, amnesia,
para variar…
nadie los detiene,
carroñeros insaciables salvajes,
ansiosos, sádicos, imaginarios,
se instalan en el pecho,
se expanden como cáncer,
son cáncer ruidoso,
son la tragedia,
lo cotidiano,
tú mismo.