Alberto Escobar

Ayer por Sevilla

 

La espera del descubrimiento anula el tiempo,
el conocimiento de lo venidero lo alarga
hasta el infinito.
—Me atrevo a parafrasear a Machado en diciendo esto:
Nuestras horas son minutos cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender—

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Estamos en la semana de Feria, sin real.
Digo sin real porque el recinto que la alberga desde mil novecientos
setenta y tres está clausurado por el dichoso bichito, excepto las atracciones
de música estridente, gritos y muchedumbre de niños y padres que llamamos
«Calle del Infierno», —que parece ser que Dios ha deslizado sobre ella un velo
protector para suspenderla de infección y riesgo, los feriantes tienen que comer—.
El caso es que ayer, paseando por la ciudad, me vino a las mientes la Feria de
Málaga, que se celebra en agosto y que llena de gentío las calles céntricas de la
ciudad con su arteria principal a la cabeza: la calle Larios.
A falta de pan buenas son tortas —se dice mucho por aquí—, y la Feria se instaló
en una suma de bares y restaurantes que se engalanaron para la ocasión cual si fuesen
casetas rayadas de lonas blancas, rojas y verdes, con farolillos de infinitos colores
—que por cierto pueden hacer las veces de mascarillas— y vino fino y manzanilla
corriendo calle abajo entre guitarreos y bailes por sevillanas.
A mí que me gustan la bullas y la energía alegre que brota de ellas disfruté como si
llevara entre las manos un palo de algodón azucarado y pantalones cortos, como
sorteando las meadas y cagadas de los caballos y escuchando el reclamo del piribiribí
del cláxon para montarme en los coches locos.
La situación no me gusta, como es natural y pasa a cualquiera, pero la realidad
se revuelve ante la adversidad dando una vuelta de tuerca y ofreciendo soluciones
que de otra forma no conoceríamos y que, a pesar de los pesares, tiene su encanto
vivirlas, pero ya está bien con una vez; el año que viene que haya Feria en su sitio
—aunque lo de la Fería en la ciudad me gusta, quizás más que apartada en una especie
de gueto como es el recinto de los Remedios—.