Alberto Escobar

Esa magdalena

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De mañana temprano.
Las agujas del reloj siglo dieciséis
de la cocina se escorzan al murmullo
de los pájaros, se desperezan tras una noche de eternos
tictacs hasta un retemblar de presentes y pasados.
Me despierto al olor abuélico de una taza de café,
el dulzor disuelto se disipa en el hervor azul del aire
y llega hasta unas narinas aún dormidas y durmientes,
me destapo resortado por ese aroma y brinco sin sentido
hasta la cocina, magdalenas alazanas con copete y cresta
azucarados de caña y miel.
Un toque de canela no se deja añorar tampoco, concita
el desayuno todas las pinceladas que el impresionismo
alberga en un libro de historia del arte.
El primer sorbo es el que queda —dicen los cronistas
y puritanos—, y al primero siguió un segundo y un tercero
con no menos avidez y rememoranza, otros años asaltaron
mi todavía acezante consciencia, disputándole la hegemonía
a la descaecente legaña...
Mi abuela —gran amante y hasta epígona diría del malogrado
Proust— ilustra la experiencia en el acorde nostálgico de un
gramófono vintage herencia de su a su vez abuelo, coloca el
agujero de piedra sobre el minúsculo obelisco que se alza
desde el centro y rueda sonando la magia envolvente de la
Sonata de Vinteuil, inaugurando así el primer episodio de los
panes y los peces, la síntesis, antítesis y tesis del hedonismo
decimonónico. La magdalena se deshacía en elogios ante el
discurso ácido y pugnante de una saliva que a borbotones
iba capitulando, a medida que el asedio iba cumpliendo su
desenlace; el café fue notario perpétuo y vociferante del acta
de defunción de una farsa que por cierta pareció como sacada
del hígado de Andersen Consulting and Corporate.
Transcurrido este segundo de magia volvió la realidad como
cualquiera sirena que avisara del acaso y con pantalones y
camisa se vistió el personaje que en mí trajina y gana el pan...
Ahí dejo esta impronta para ustedes, mis escasos y más valiosos
lectores.