Alberto Escobar

A colaciĆ³n de...

 

Mientras que la afirmación aisla,
la pregunta une.
—No recuerdo quién la acuñó,
cuando la oí me pareció sugerente
y aquí que la traigo a colación—

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Adoro aislarme, afirmar, afirmarme.
Adoro ponerme un cerco de baba
de caracol en derredor,
marcar un territorio que no pertenece
a nadie, ni a mí siquiera que fuese.
Adoro dorar el mobiliario que parapeto
se alza para protegerme de los venablos,
de la sarta de sandeces que surgen
de otras bocas, de mi misma boca,
y que cada día soporto con denuedo,
tal si Tántalo un día cualquiera
alcanzara por fin las aguas y las manzanas
que les fueran sustraídas desde el manantial
de los tiempos.
Adoro aislarme, sí, pero asimismo confundirme,
confundirme, sí, con el otro, el que interpela
del otro lado de la pregunta, del signo corcovado,
ese que te insta a inflexionar la voz cuando no quieres.
Adoro fundirme en el mismo río de palabras
que el que me acompaña deja a la gravedad
como las aguas romanas en sus acueductos
—por cierto colosales obras de ingeniería
que valen la pena conocer a fondo: os sugiero
el programa de TVE *Ingeniería romana*—.
Reconozco, sí, que soy de afirmar pero no resisto
la seducción y la incertidumbre que una pregunta
abre al espacio del verbo, como la vida misma,
que es mirar por la ventana a un paisaje impresionista
e impresionante por lo que pregunta al espectador.
Sí, es cierto, soy como un Tántalo castigado
que aprovecha el descuído de Zeus para beber
un pequeño sorbito de ese agua bendita, prohibida
y prohibitiva, el adarme suficiente para que ni siquiera
él se dé cuenta —mi hybris me rebosa los búcaros—.
Pues sí, así es y así se lo he contado. Os cuelgo esta línea
de vida —que no telefónica— que he inaugurado
para aquel que ose leerme.
Adeu.