La estatua de alabastro, esa que posas 
sobre el anaquel de tu desdicha,
está vertiendo lágrimas de sal y olvido.
*Georgina y yo. Juan Ramón Jiménez*
Te vi envuelto de tu aura de gran poeta,
con tu mujer felizmente casado, 
con tu barba que abundaba negro,
pero que ya apuntaba a la blanca madurez, 
tu mirada a veces perdida, ausente,
tu mundo interior, tan vasto y complejo...
Todo eso me hizo enamorarme sin sospecharlo.
No estaba ni remotamente en mis planes
sucumbir al efluvio sordo de tus encantos.
Me diste a leer, en la clandestinidad 
de nuestra soledad cómplice, alguno de tus versos;
¡eso fue el mazazo definitivo!, creo que tu mujer
barrunta este sentimiento furtivo e indecente, 
tengo que saber esconderlo en mi bolso,
en el recóndito hueco que se abre en mis narinas,
en el rabillo de un ojo que mira de soslayo...,
no sé como hacerlo pero debo.
Zenobia se apresta a atendernos de pasta y café
mientras trabajamos en nuestros proyectos.
Quiero hacerle un busto a tu mujer, dije a Juan Ramón,
así, como quien no quiere la cosa; él me contestó 
sin palabras, con la levedad e intención de un gesto 
que por antiguo era milenario y de sabia sabiduría;
lo entendí por aprobación y lo anoté en mi vademécum.
Después de cerca de una hora de francachela y arte
me decidí a marchar; volvería cuando mis barbacanas
fueran reparadas de tamaño asedio. 
La lírica de Juan Ramón me caló tan hondo 
que llegué a no saber distinguir entre pluma
y hombre, debatirme constante entre descaecer
de mi latido o enarbolarme esplendorosa 
frente a un amor que se hacía fuerte, mando en plaza. 
A mis escasos veinticuatro —una chiquilla como quien dice—
tuve que prender el hierro hirviente de una bala 
para darle cabida en mi sien.
Todo fue rápido, límpido, impetuoso y placentero,
fue entregarme a Cupido y al punzor de sus flechas
para el resto de mi eternidad. 
Bendito seas Juan Ramón, por darme este amor
que solo yo sentí...