Alberto Escobar

Comoquiera que fuese...

 

Háblame de aquellos tiempos,
en que los dioses bajaban el óvalo
de los cielos para dárselo a beber
a los hombres, y daban sus manos,
fraternos.
—Queriendo parodiar en parafraseo
un bendito pasaje de mi admirada Odisea—

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Comoquiera que el sol se levante
—sea tras nublo o espléndido de refulgencia—,
seguiré queriéndote, como el primer bendito
instante en que mi mirada dio con la tuya,
aquella tarde de marzo —recuerdo tal la estuviera
viendo ahora— que se hizo noche en tu presencia.
Fue de Semana Santa sevillana, antes con mi madre,
al pie de una iglesia de barrio oliendo el saludo
del palio de la Virgen de la Consolación y el Cristo
de la Sed, de tarde, muchedumbre, devoción,
rosas blancas, incienso ascendiente y embriagador,
paso alante, paso atrás, banda de música, campanilleros,
nazarenos de blanco en túnica y negro en capa, capirote
negro, descalzos, en calcetines algunos, cirios ciegos
todavía, y blancos, un par de horas y a casa, de noche
salgo, solo, como casi siempre, en busca de la sorpresa,
salgo con la vida, la vida me acompaña siempre, me dice
cosas al oído y yo le contesto, me suele sacar temas
para rascar el alma, de índole freudiana a veces, siempre
reconfortantes y nutritivos, llego al local de música sólo,
apenas acabado de abrir, con música ambiente para abrir
boca, van llegando gente poco a poco, llegó ella con otra
chica, después llegó un amigo que hacía tiempo no veía,
nos acercamos, una cada uno, ella quiso conmigo, la otra
no con él, teléfonos de por medio y cita al día siguiente,
jueves santo, de noche otra vez con más amigos, hablamos,
nos conocimos, seguimos adelante hasta el asiento de atrás,
primeras caricias, besos de terciopelo, sabor a menta y saliva,
el coche era suyo, conduce hasta su casa y me enseña cuán
bien decorada la tiene, yo le doy el visto bueno y firmo con
semen la revisión del gas, nos olimos para reconocernos,
nos juramos no separaciones ni desapegos —no lo cumplí—,
desayunamos juntos —no recuerdo qué— y dimos una vuelta
por el barrio —para que fuera reconociéndolo—, abrí el romi,
un vaso preñado por un cepillo rojo de dientes.
Desde entonces, súmenle dieciocho años menos dieciocho días...