Alberto Escobar

Torre de pizzas.

 

La sangre de los fósiles.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Aquí, a orillas del Arno.
Luz y piedra, esplendor de antaño, ganas de conocer,
viaje con Antonia, compañía grata y placentera,
nido de amor entre sábanas blancas, Hotel Constanza.
Avión tardío toma el vuelo, ilusión, incertidumbre,
un hiato de glorificación en las piedras que esperan,
su mercado, sus inclinaciones gravitatorias, su Duomo
de un blanco y ocre estrafalario y majestuoso, viejo
puente que vio nacer la bancarrota, un río de cana larga
y poblada sobre sus labradas mejillas, un río tormentoso,
lluvia primaveral a modo de arrebato repentino, el sol
vuelve a tomar la inciativa en la batalla meteorológica,
las escaleras nos conducen a la parada y fonda, abundante
maleta y equipaje disperso sobre las laderas de caoba
que dominan la estancia, ducha y emperifollo, salir y ver,
turismo de catetos coleccionistas de estampas y recuerdos.
Palomas torcaces —ya que las blancas solo en mi tierra—
nos salen al paso exigiendo su pitanza acostumbrada, no
vuelan, esperan la ración como estudiante a la sopa boba.
Duomo a los pies, Santa Croce y su stendhaliano síndrome
amenazando la obsolescencia programada.
—El sonido gregoriano que me envuelve en esta entrega
me incita a seguir esta secuencia de pinceladas sin nombre—.
Cruzamos la corriente acuosa, nos paramos en las tiendas
del Vecchio malbaratando el sudor de nuestras frentes,
trattoria y gazpacho, más palomas mensajeras —no exagero—,
vuelta al campamento base, ducha, tendimiento, descanso
sobre colchón de leche merengada, kamasutra al ristre, épica
y retórica, celebrancia, puro y copa, y siesta reedificante.
Así... todo el finde.